EL ÁNGEL Un ángel que realiza prácticas de
vuelo ilegales en plena urbe, es detenido y juzgado por infringir las
leyes de los caminos aéreos, provocar desorden público y no señalizar
debidamente.
Ante tamaña acusación el ángel no puede defenderse. En la cárcel
medita sobre el significado de la libertad y decide buscar una
ocupación menos riesgosa.
DRÁCULA El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y
decide ir a tratarse con un especialista. Consulta la guía telefónica y
disca un número tras otro, hasta ubicar un odontólogo noctámbulo.
Establece una cita para la noche siguiente. Asiste.
Porta gafas oscuras para ocultar sus ojos hipnóticos, inyectados en
sangre. El dentista también usa lentes oscuros. Lo examina, mueve la
cabeza negativamente.
Anuncia que el tratamiento va a ser doloroso, que es conveniente emplear
anestesia. El vampiro acepta, se deja inyectar, siente un sopor
agradable, va hundiéndose en el sueño y escucha el lejano zumbido de un
taladro.
Despierta. Ve su imagen en un espejo de agua, sonríe, pero su risa se
transforma en una mueca grotesca, porque en el lugar donde
debieran estar sus colmillos hay dos espacios sangrientos. A su lado,
el odontólogo -que es el doctor Van Helsing- lo observa divertido
mientras juguetea con los larguísimos colmillos, arrojándolos una y otra
vez al aire, como si fuese un malabarista.
DE MONSTRUOS Y BELLEZAS El monstruo llora frente al espejo de la
feria de diversiones porque su imagen se deforma y adquiere una
apariencia grotesca. La hermosa muchacha con ojos de océano mira
divertida su figura horripilante en el mismo espejo. Ella
descubre a su príncipe azul en el espejo.
Él cruza una mirada de amor con la maravillosa monstrua. Se enamoran
perdidamente, y desde ese instante viven felices, juntos: la bella, el
monstruo y el espejo.
EL GIGANTE EGOÍSTA El gigante sonrió con auténtica
felicidad al contemplar a los millares de niños que repletaban los
entretenimientos de su patio. Apelotonados en filas interminables ante
cada juego, exigían a sus padres que les comprasen toda clase de
golosinas. El gigante calculó el exorbitante monto de la taquilla: su
salud y comodidad estaban aseguradas. Había desterrado definitivamente
aquellas terribles pesadillas donde moría de frío, sumido en la
soledad y la miseria.
DESOCUPADO Está zarrapastroso: el traje sucio y lleno de
remiendos. Por los bototos abiertos en las puntas asoman unos
calcetines mugrientos, plagados de agujeros. Hace meses que busca
trabajo, pero nadie requiere sus servicios. Su largo cabello,
otrora rubio y dócil, ya no cae ordenadamente sobre sus hombros; se ha
convertido en una masa enredada, piojosa, fétida, de un color
indefinible. El ángel mira su reflejo en la vitrina de un
comercio y se acongoja. Un guardia lo expulsa mediante insultos y
bastonazos.
Se aleja, humillado, extenuado, olvidado de sus poderes, incapaz del milagro que puede salvarlo.
AMORES PERFECTOS -Yo creo que lo nuestro no puede continuar asevera con tristeza la mujer lobo.
-¿Por qué? pregunta angustiado el vampiro, rodeando su peluda cintura para sujetarla.
-Porque es necrofilia repone ella mientras lame su rostro pálido con devoción.
-Eso depende del punto de vista argumenta el no muerto,
estrechándola con vigor-. Creo que lo nuestro es más bien zoofilia.
Se dieron un largo beso de amantes, resignados ante el destino inevitable.
CONTRACUENTO DE HADAS 1 Con el tiempo el príncipe ha engordado
debido a la gula, el alcoholismo y la fiesta permanente. Ahora tiene
una barriga gigantesca y una papada descomunal. Las piernas raquíticas
apenas son capaces de sostenerlo. Hipa constantemente producto de una
borrachera consuetudinaria.
"Dios mío", se dice con amargura la infanta, "ha terminado por
convertirse en un sapo, igual que al inicio". Y concluye que la
historia es circular.
Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956). Narrador chileno. Es también ingeniero. Ha publicado: Nada ha terminado (1984) Todo el amor en sus ojos (1990), Lugares secretos (1993), Flores para un cyborg (1997) Ángeles y verdugos, microcuentos (2002), Déjalo ser (2003), De monstruos y bellezas (2007), Las criaturas del cyborg (2010) Las nuevas hadas, microrrelatos fantásticos (2011).
30 noviembre 2013
16 noviembre 2013
Ceremonias de Ednodio Quintero
VOLVERÉ CON MIS PERROS (...) Soy --¿debería
decir era?-- por naturaleza un ser tranquilo. Prefiero el sosiego a la
agitación. Me complazco en el devenir previsible de los días. Abomino de
los cambios compulsivos y de los relojes de arena. Me siento a gusto
en una habitación con ventanas, tanto mejor si éstas se abren a un
paisaje arbolado o a un jardín.
Mi única ambición era la de permanecer vivo hasta la hora de mi muerte. Respirar sin temor a envenenarme, regar mis plantas en la terraza del apartamento, tejer para ti un suéter o una bufanda. Contemplar durante un tiempo sin medida los movimientos caprichosos de mis peces de colores, adormecerme en un sillón, aguardar tu llegada. Bienvenido, príncipe, mi Alcibíades. Juntos tomamos té, masticamos galletas y jugamos a las cartas, hasta que la noche bate sus alas oscuras frente a la ventana. Hace frío allá afuera, querido. Yo estoy ardiendo. Pero un día aciago, como mensajeros de la peste surgieron de alguna pesadilla los tres dogos, tus guardianes, e intuí de golpe que el orden de mi mundo se derrumbaba (...) (Volveré con mis perros).
PARQUE A.M. Quizá, desde un tiempo anterior a mi nacimiento, el árbol permanecía ahí. Me abracé a su corteza rugosa y trepé con la habilidad de un mono joven. Encaramado en las ramas más altas disfruto de una vista placentera. Sin mucho esfuerzo domino un amplio sector del parque. Incluso puedo ver los techos verde moho de las casitas del Barrio Obrero y, más lejos, desfigurada por la luz y la distancia, la silueta del Jinete Triste.
He sido siempre un pésimo observador.
Cuando joven quise ser pintor y me inscribí en una Escuela. Decidí largarme el día que dibujé una lagartija asoleándose sobre una roca, había olvidado por completo a la gorda desnuda que nos servía de modelo.
Sin embargo, parece que hoy los objetos me reclaman. Una delgada capa de luz cubre las piedras, baña los árboles y como polvo de huesos se derrama en el viento. Mi mirada se detiene en la superficie lustrosa de una hoja, se abre camino entre el follaje y descubre un nido de azulejos en la confluencia de dos ramas, sigue la dirección inversa de la savia y penetra en la oscuridad de las raíces (...) (El agresor cotidiano).
MUÑECAS Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía.
VOLVERÉ CON MIS PERROS (...) "El aliento de ballena enloquece". Se trata sólo de una frase que, a decir verdad, no me pertenece. Recuerdo el temblor de tus labios y un cierto resplandor que brotaba de tus dientes cuando la pronunciaste. Y aquella tarde la repetiste, con una insistencia que se me antojó insidiosa, mientras dejabas que la brisa refrescara tu hermoso cuerpo de muchacho. Habías batallado en silencio sobre las erosionadas colinas de mi cuerpo hasta que el aliento de la ballena se te hizo insoportable y decidiste escapar. Sudoroso y fatigado te refugiaste en el extremo sur del balcón, allí donde el viento cargado de presagios mitigara los ardores de tu piel. Yo, desde mi lecho revuelto, entre cojines y almohadones de plumas, fumando te observaba. Y tu imagen crecía dentro de mí, alta y vigorosa, como una palmera.
Dicen que a los moribundos, en la hora postrera, se le representan escenas enteras de su vida, que desfilan delante de sus ojos al igual que una película acelerada.
Yo, que yazgo a la intemperie y que no alcanzaré a ver el lento fundido de las colinas y del cielo desde el verde tornadizo y el azul esmaltado hasta el negro carbón, pasando por las múltiples tonalidades del sepia y el gris, intento llenar este espacio breve con figuras falsas, espectrales, que mezclo y entrevero a sucesos de los llamados, a falta de una terminología más precisa, reales. Me pregunto qué importancia puede tener ahora saber si te conocí ayer como cualquier aprendiz de detective lo podría determinar o hace algunos meses como lo quiere mi imaginación. ¡Qué importa! Si cuando el sol se apague ya nada habré de recordar. Ni el color de tus ojos ni las formas amenazantes de tus perros de presa, ni siquiera el contorno enrarecido de las montañas al atardecer.
Vuelto hacia el cielo. Azul. De un azul malva, amoratado. Mi rostro macerado cubierto por un manto de cenizas. Veo torbellinos de luz, sombras danzantes, claridades como de acuario. E intento rescatar del fondo de mi cerebro, recalentado como un motor al rojo vivo, alguna imagen borrosa de mi infancia, un aroma persistente, la vibración de un sonido, la textura de un objeto familiar. El perfume letal de mi madre.
La sonrisa sesgada de mi padre. Mi largo vestido azul celeste. Sentado en el poyo de la ventana contemplo los gruesos goterones que se desgranan allá afuera levantando nubecitas de polvo sobre las baldosas del patio: lluvias caprichosas en mitad del verano. Un rumor de voces y de risas llama mi atención, me volteo y veo a mi madre en compañía de sus amigas, que se agrupan alrededor de una mesita. Toman café y saborean pastas de arroz espolvoreadas con canela, buñuelos rellenos de miel, galletas untadas con crema de leche. Se acomodan en feos sillones, comentan la visita del señor obispo o el matrimonio vergonzoso de una sobrina, charlan como pajarracos. Detesto a esas intrusas que se interponen entre mi madre y yo, que me roban su cariño a esta hora cuando el sueño me hace cabecear. Si estuviera solo con ella, me acunaría en su regazo y me dormiría escuchando frases lisonjeras: «mi amor, mi corazón, mi rey». Algunas veces, creyendo que duermo, acerca sus labios a mi oído y con voz dulce repite: «mi niña, mi niña».
Ednodio Quintero nació en 1947 en Las Mesitas (Trujillo), en los Andes venezolanos. Desde 1965 reside en Mérida (Venezuela), ciudad a la que llegó para estudiar Ingeniería Forestal y en cuya universidad ha sido, durante muchos años, profesor de Letras y Medios Audiovisuales.
Su obra narrativa ha sido reconocida con los más importantes premios literarios que se conceden en su país.
Es autor de los volúmenes de cuentos: La muerte viaje a caballo (1974), Volveré con mis perros (1975), El agresor cotidiano (1978), La línea de la vida (1988), Cabeza de cabra y otros relatos (1993), El combate (1995) y El corazón ajeno (2000). Ha publicado las novelas: La danza del jaguar (1991), La bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994), El cielo de Ixtab (1995), Lección de física (2000), Mariana y los comanches (Candaya, 2004), Confesiones de un perro muerto (2006), El arquero dormido (2010) y El hijo de Gengis Khan (2013).
También ha escrito dos libros de ensayo: De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997); y dos guiones cinematográficos: Rosa de los vientos (1975) y Cubagua (1987).
Mi única ambición era la de permanecer vivo hasta la hora de mi muerte. Respirar sin temor a envenenarme, regar mis plantas en la terraza del apartamento, tejer para ti un suéter o una bufanda. Contemplar durante un tiempo sin medida los movimientos caprichosos de mis peces de colores, adormecerme en un sillón, aguardar tu llegada. Bienvenido, príncipe, mi Alcibíades. Juntos tomamos té, masticamos galletas y jugamos a las cartas, hasta que la noche bate sus alas oscuras frente a la ventana. Hace frío allá afuera, querido. Yo estoy ardiendo. Pero un día aciago, como mensajeros de la peste surgieron de alguna pesadilla los tres dogos, tus guardianes, e intuí de golpe que el orden de mi mundo se derrumbaba (...) (Volveré con mis perros).
PARQUE A.M. Quizá, desde un tiempo anterior a mi nacimiento, el árbol permanecía ahí. Me abracé a su corteza rugosa y trepé con la habilidad de un mono joven. Encaramado en las ramas más altas disfruto de una vista placentera. Sin mucho esfuerzo domino un amplio sector del parque. Incluso puedo ver los techos verde moho de las casitas del Barrio Obrero y, más lejos, desfigurada por la luz y la distancia, la silueta del Jinete Triste.
He sido siempre un pésimo observador.
Cuando joven quise ser pintor y me inscribí en una Escuela. Decidí largarme el día que dibujé una lagartija asoleándose sobre una roca, había olvidado por completo a la gorda desnuda que nos servía de modelo.
Sin embargo, parece que hoy los objetos me reclaman. Una delgada capa de luz cubre las piedras, baña los árboles y como polvo de huesos se derrama en el viento. Mi mirada se detiene en la superficie lustrosa de una hoja, se abre camino entre el follaje y descubre un nido de azulejos en la confluencia de dos ramas, sigue la dirección inversa de la savia y penetra en la oscuridad de las raíces (...) (El agresor cotidiano).
MUÑECAS Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía.
VOLVERÉ CON MIS PERROS (...) "El aliento de ballena enloquece". Se trata sólo de una frase que, a decir verdad, no me pertenece. Recuerdo el temblor de tus labios y un cierto resplandor que brotaba de tus dientes cuando la pronunciaste. Y aquella tarde la repetiste, con una insistencia que se me antojó insidiosa, mientras dejabas que la brisa refrescara tu hermoso cuerpo de muchacho. Habías batallado en silencio sobre las erosionadas colinas de mi cuerpo hasta que el aliento de la ballena se te hizo insoportable y decidiste escapar. Sudoroso y fatigado te refugiaste en el extremo sur del balcón, allí donde el viento cargado de presagios mitigara los ardores de tu piel. Yo, desde mi lecho revuelto, entre cojines y almohadones de plumas, fumando te observaba. Y tu imagen crecía dentro de mí, alta y vigorosa, como una palmera.
Dicen que a los moribundos, en la hora postrera, se le representan escenas enteras de su vida, que desfilan delante de sus ojos al igual que una película acelerada.
Yo, que yazgo a la intemperie y que no alcanzaré a ver el lento fundido de las colinas y del cielo desde el verde tornadizo y el azul esmaltado hasta el negro carbón, pasando por las múltiples tonalidades del sepia y el gris, intento llenar este espacio breve con figuras falsas, espectrales, que mezclo y entrevero a sucesos de los llamados, a falta de una terminología más precisa, reales. Me pregunto qué importancia puede tener ahora saber si te conocí ayer como cualquier aprendiz de detective lo podría determinar o hace algunos meses como lo quiere mi imaginación. ¡Qué importa! Si cuando el sol se apague ya nada habré de recordar. Ni el color de tus ojos ni las formas amenazantes de tus perros de presa, ni siquiera el contorno enrarecido de las montañas al atardecer.
Vuelto hacia el cielo. Azul. De un azul malva, amoratado. Mi rostro macerado cubierto por un manto de cenizas. Veo torbellinos de luz, sombras danzantes, claridades como de acuario. E intento rescatar del fondo de mi cerebro, recalentado como un motor al rojo vivo, alguna imagen borrosa de mi infancia, un aroma persistente, la vibración de un sonido, la textura de un objeto familiar. El perfume letal de mi madre.
La sonrisa sesgada de mi padre. Mi largo vestido azul celeste. Sentado en el poyo de la ventana contemplo los gruesos goterones que se desgranan allá afuera levantando nubecitas de polvo sobre las baldosas del patio: lluvias caprichosas en mitad del verano. Un rumor de voces y de risas llama mi atención, me volteo y veo a mi madre en compañía de sus amigas, que se agrupan alrededor de una mesita. Toman café y saborean pastas de arroz espolvoreadas con canela, buñuelos rellenos de miel, galletas untadas con crema de leche. Se acomodan en feos sillones, comentan la visita del señor obispo o el matrimonio vergonzoso de una sobrina, charlan como pajarracos. Detesto a esas intrusas que se interponen entre mi madre y yo, que me roban su cariño a esta hora cuando el sueño me hace cabecear. Si estuviera solo con ella, me acunaría en su regazo y me dormiría escuchando frases lisonjeras: «mi amor, mi corazón, mi rey». Algunas veces, creyendo que duermo, acerca sus labios a mi oído y con voz dulce repite: «mi niña, mi niña».
Ednodio Quintero nació en 1947 en Las Mesitas (Trujillo), en los Andes venezolanos. Desde 1965 reside en Mérida (Venezuela), ciudad a la que llegó para estudiar Ingeniería Forestal y en cuya universidad ha sido, durante muchos años, profesor de Letras y Medios Audiovisuales.
Su obra narrativa ha sido reconocida con los más importantes premios literarios que se conceden en su país.
Es autor de los volúmenes de cuentos: La muerte viaje a caballo (1974), Volveré con mis perros (1975), El agresor cotidiano (1978), La línea de la vida (1988), Cabeza de cabra y otros relatos (1993), El combate (1995) y El corazón ajeno (2000). Ha publicado las novelas: La danza del jaguar (1991), La bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994), El cielo de Ixtab (1995), Lección de física (2000), Mariana y los comanches (Candaya, 2004), Confesiones de un perro muerto (2006), El arquero dormido (2010) y El hijo de Gengis Khan (2013).
También ha escrito dos libros de ensayo: De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997); y dos guiones cinematográficos: Rosa de los vientos (1975) y Cubagua (1987).
08 noviembre 2013
Minificciones de Federico Patán
FEDERICO PATÁN. Nacido en
Asturias (España) en 1937, desde 1939 vive en México. Desde 1967 es profesor en
la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM. Con frecuencia ha dado clases en
el extranjero y por veinte años reseñó
libros para el suplemento Sábado. En 1986 ganó el Premio Villaurrutia con su
primera novela: Último exilio, en 1994 El premio Universidad por su trayectoria
como escritor, el premio Fuentes Mares en 2006 con su libro de cuentos
Encuentros y en 2012 se le nombró
Profesor Emérito de la UNAM. En tanto que escritor ha publicado cuarenta
libros, los más recientes Casi desnudo (novela, 2008), Una infancia llamada
Exilio (memorias, 2011) , ¿Y el paraíso? (novela, 2013).
INTERTEXTUALIDAD
Huyó de If. Se hizo del tesoro. Lo invirtió en distintos negocios. Las
ganancias le quitaron toda preocupación
por el futuro. Se daba todos los caprichos. Se aburría. Viaja o lee, fue el
consejo de un amigo prudente. Visitó La Mancha, estuvo con los del Liguria,
acompañó a Nemo, habló con los cuatro hijos de Fiodor, té con Virginia en su
habitación, una pinta de cerveza en un pub dublinés. Sin prisas fue llegando a
viejo, ayudado por otras aventuras. Poco a poco se llenó de nostalgia. Supo
entonces, por boca de un príncipe, de un país del cual jamás había regresado
viajero ninguno. Sonriendo para sí, decidió visitarlo.
ATRACTIVO
Lo he afirmado siempre: la belleza real es compleja, hecha como está de
lo interno y de lo externo. Pero voy más allá: el cuerpo siempre cede ante lo
espiritual. Cuando éste domina, lo meramente físico queda en puro sostén,
gancho donde colgar lo que sinceramente importa. En consecuencia, guiado por mi
creencia, espero. Así, me adentro en la plática de una chica para decirme
enseguida: aún no. Sigo esperando ideas que me deslumbren en lo que expresan y
en su modo de expresarse. A veces, tanta vigilia es un agobio. ¿No existirá la
belleza real? Y de pronto un día cualquiera, quién sabe de dónde, aparece esta
muchacha cuyo modo de andar…
EL POETA SE LEVANTA
El poeta se levanta del lecho:
-¿Cómo dijiste que te llamabas?
-Beatriz.
-Ah sí, claro.
MUJER A LA VENTANA
La suave luz del atardecer se encamina, muy lenta, hacia la noche. La
ventana (cortinas de brocado color vino) permite seguir el tránsito desde lo
gris hacia lo negro. En la habitación un silencio de casa solitaria, acaso
situada en medio de un campo verde. La habitación, en una penumbra cada vez
mayor, de manera que los retratos al óleo van quedando en manchas
rectangulares, sin contenido. Está la sala, asimismo de brocado, y una alfombra
muelle, que silencia aún más el silencio. A la ventana, una mujer. Mira hacia
el exterior, ensimismada. Es alta, de pelo castaño claro, de piel suave, de
cuerpo esbelto. Mira hacia el exterior, desentendida de lo que tiene a sus
espaldas. El rostro, impasible. Si acaso, un asomo de temblor en los labios. Se
escucha el motor de un auto. El rostro palidece. El motor calla. La mujer ase
la cortina con la mano izquierda. La puerta de la habitación se abre y un
hombre entra. Queda inmóvil cercano a la puerta. La mujer sigue en su actitud
por una breve pausa. Luego, se vuelve hacia el recién llegado. “Hablemos pues”
le dice.
ROSA
TEORÍA LITERARIA
El bidiscurso otrodiegético misaficado de sermonemas rezotipifica la
hipocritificación de la textura metavaticana, amenizando el punto enofílico
donde el emisario circunscribe la parodiástole, carcaficcionándola mediante la
hostiaporosis del implícitus. La isosalivación autopercepciona desde el
nonpensatorio desmembrizando lo ya desmembrizado, hasta un huecolizar más
absoluto que certidumbriza lo imperceptibilizado. La simonía concluyente
desacerdotiza la páramotriz del excomulgatorio, de modo que la pecadanosis
involuciona hasta la nueva edenización del manchatorio original.