Tres de Guillermo Bustamante Zamudio


 















Juego genial
Las enciclopedias constatan la inconsistencia de las versiones sobre el nacimiento del ajedrez. Queda claro que no tuvo un origen único y que, gracias a un proceso de transformación constante, llegó al estado en que hoy lo conocemos, con sus ingeniosas e infatigables posibilidades.
Una de las mutaciones es la desaparición de una pieza y sus funciones específicas. Hoy sabemos de parejas de alfiles, caballos y torres, además de peones, rey y dama. Pues bien, parece que, entre el alfil y la dama, antes existía otra pieza: el gato. Uno solo era suficiente.
El gato no tenía reticencia en orinar el vestido de la dama, desobedecer al rey y hacer mofa de la solemnidad del alfil. Empujaba a los peones en formación, arañaba al caballo y cazaba pájaros encima de las torres. Era muy difícil sorprenderlo en la contienda. Debía ser eliminado siete veces. No avisaba jaque. Tomaba piezas en cualquier dirección como resultado de perplejantes saltos acrobáticos. En el gato del otro bando no veía un enemigo: era frecuente encontrarlos en rochela hacia el centro del tablero o remoloneando a la sombra de las piezas vencidas en batalla.
Tan maravillosa pieza del ajedrez se sacrificó, no sin sonoras quejas —y pese al respeto que culturas orientales brindan al animalito—, a nombre de la seriedad que hoy caracteriza al juego. 
Nunca es tarde 
Caperucita estaba aburrida de que, cada vez que un lector toma el libro y lee, termina primero baboseada y después despedazada por el lobo, saliendo finalmente a través de una chapucera autopsia de cazador. Para acabar con este ciclo infernal, convenció a una amiguita de hacer sus veces y presentarse en la escena de marras con la canastilla munida de manjares. La abuela estaba muy viejita y no notaría la diferencia; le prometió cierto favor como recompensa, una vez la sencilla misión fuese cumplida. 
Quiso verificar personalmente el desarrollo de los acontecimientos. En su momento, oyó los infantiles gritos que en el libreto marcaban, primero, la infructuosa negativa de Caperucita a dejarse comer por el lobo y, luego, la disposición de la niña en bocados convenientes a las costumbres de mesa de estos carnívoros.
Sólo entonces, contenta, Caperucita cogió su propio rumbo, con la deriva que suele caracterizar a un actor desempleado.


Comprensibilidad

Y díjole Yavé a Noé: “Hazte un arca de maderas resinosas, divídela en compartimentos y calafatéala con pez por dentro”. Noé no entendió nada. Temía preguntarle al Señor, pues como no ostentaba muy buen genio, podía repetirle la misma frase con doble signo de admiración. Optó por ir al diccionario; allí encontró que “arca” es cofre. Esto lo alentó: debía hacer un cofre de maderas resinosas para meter allí todos los animales. Raro, pero comprensible. Ahora bien, ¿qué es “resinoso”? Que tiene o destila resina. Buscó “resina”: sustancia sólida o de consistencia pastosa, insoluble en agua, soluble en alcohol y aceites esenciales, y capaz de arder. Las resinas son duras, fusibles, quebradizas, amorfas, de factura concoidea y malas conductoras del calor y de la electricidad. Se originan por oxidación o polimerización de terpenos.
Ahora no sólo no sabía qué eran maderas resinosas, sino que estaba ante un enjambre de palabras igualmente desconocidas: fusible, concoidea, polimerización, terpenos... Aunque desesperado, Noé se empeñó en aprender: fue a cada una de estas palabras, pero el panorama de la claridad se alejaba cada vez más, empujado por docenas de expresiones nuevas, por conexiones desconocidas para él.
Todavía le faltaba entender la expresión “calafatéala”, aunque de “pez”, él sí sabía que se trataba de un animal acuático, del cual no estaba obligado a escoger para meter al arca.

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