Las vueltas de la vida de José Tomás Angola

GOTT IST TOT 
Ayer sacaron a Dios del mar. Era un cadáver de rostro hinchado. Quién sabe cómo llegó a ser catafalco esta alfombra salada, pero la verdad es que era Dios. Un movimiento no calculado, la torpeza de trastabillar y Dios cae como un fardo en las aguas intrigantes del mar. Nadie explica si murió en la caída o se ahogó entre los peces idiotas. La muerte le sobrevino serena dado que aún sus labios, los labios de Dios, sonreían. Nos queda la pregunta del empleo vacante; del oficio de gobernar el universo; de quién se hará cargo de la gerencia de las almas; del asunto de la justicia eterna; sobre la pena que el mar recibirá por asesinar; si fue premeditación o acaso alevosía. El cadáver mientras tanto yace con barba y calva en la orilla de una playa pegajosa y un oficial de la ley, vencido por la burocracia, escribe su informe... crimen pasional.

LAS VUELTAS DE LA VIDA 

 María Antonieta no vio nada. La tela negra envolvía su cabeza. Lo que podía era escuchar los insultos y los gritos. Muchos alaridos que crecían o disminuían como si a su alrededor pasaran cosas, cosas que ella no veía y que llevaban al populacho a gritar o a callar. La posición la incomodaba, de rodillas, inclinada, como cuando la recibía el rey en audiencia o se le entregaba al conde sueco que tanto placer le regaló en palacio. El zumbido chirriante le llamó la atención por sobre los aullidos y aunque estos se hicieron frenéticos, siguió concentrada en el ruido. Quiso tragar saliva y entonces no pudo. Comenzó a girar.

Todo le dio vuelta y aunque no pudo ver nada, sintió que rodaba por una escalera.

Cuando trató de detener los trompos, comprendió que ya no tenía cuerpo.

NEA THEA 

 La cesta rebosaba de granadas. Sus olores festivos, de cítrico punzante, desafiaban el aire asado del desierto. Pero dentro del canasto algo se movía. Un largo y brilloso ser se retorcía en sí mismo como si se masturbara. La piel escamosa hacía corvetas entre las frutas. Cada recorrido causaba un sonido de instrumento musical.

Como si diera un concierto microscópico, de oído diminuto, de nota enana. La cabeza, estirada como dedo acusador, se abría paso y en cada mirar sostenido la lengua vibraba palpando la temperatura. El áspid reinaba como diosa hermosa del imperio de la cestilla. Plena de alimentos podía estirarse y comprimirse a voluntad como mujer de faraón. Lenta, paciente, su reptar atrapaba a cualquiera que osara observarla. ¿Acaso no era ella la indiscutible reina del colmillo y el veneno? A quien deseara seducir con su danzar sibilino, a ése podría morder y hacerlo morir en el retorcimiento de la ponzoña. Si acaso hubiesen sido dos las viperas aspis en aquel universo, una siempre habría ganado: La fémina. La hembra se habría encargado de doblegar al macho, engulléndolo, o quizá el macho habría huido desesperado dejando a una sola víbora como ama del lar. Pero no hay reinado que dure para siempre. Ni siquiera en la limitada comarca de la canasta. El áspid no lo sabía. Se sentía imperecedera. Hija de Isis, en la ptolomeica promesa de la inmortalidad.

Todo acabó cuando la mano temblorosa de Cleopatra Filopator entró en la cesta.

INRI 

Después del fuerte grito se quedó allí, dormido por una eternidad, con los brazos abiertos en cruz. Sólo el lanzazo del centurión logró despertarlo.

DUX INVERSUS 

Yo, yo, yo, yo los conozco, no importa que luzcan al revés. Aunque sus pies estén en el lugar de sus cabezas, les reconozco. Borregos o pestilentes ovejas que no tienen dónde ir sin un pastor. Yo, yo, yo, yo, la encarnación de Júpiter, de Julio César, Yo, yo, yo, yo, el nuevo Escipión. Por mí cruzaron pastizales amarillentos en Eritrea, por mí lucharon con todo el poder de sus puños contra bandoleros anarquistas y reyezuelos, por mí desafiaron caminos que no hablaban italiano. Aún recuerdo sus cantos cara al Sol, las camisas negras que vestían con tanto orgullo. ¡Bestias...

mulas sin voluntad! Mírense ahora, berrean buscando quién los guíe. La masa sin alma que sólo un ser superior, yo, yo, yo, yo, puede dominar. Ahora apenas aúllan y lanzan esos pedruscos con los que quieren golpearnos... ¿no te das cuenta, Clara? Son menos que niños, son como perros, ruidosos y sin cerebro. Fueron por mí. ¡Ya verán en lo que me baje! Los quebraré con mi quijada, con mis brazos en jarra los incendiaré de pasión y volveremos a arrasar los campos y a cantar de cara al Sol con nuestras camisas negras.

Pero ni Benito ni Clara se bajaron, apenas continuaron meciéndose, colgados por los pies, en aquel columpio grotesco.

José Tomás Angola. Caracas, 1967. Narrador, poeta, dramaturgo. Ha publicado los libros: Una vaca en Nueva York (1997); De teatro y héroes (1999), Bombarderos sobre Londres (2005), Cuarenta años haciendo daño (2005), Sin freno concebido (2006) y Todas las ciudades son Isabel (2011).

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