Historias chinas de Rafael Cadenas

Amados súbditos ­ha dicho el emperador­, ante todo defiendo la unidad de mi reino. Una sola manera de pensar es lo único que la garantiza. Mi misión es protegerlos de la nefasta diversidad. Por eso he proscrito la discrepancia. Ustedes y yo formamos un solo cuerpo que puede parecer monstruoso, pero nadie podrá vencerlo.
Es para salvarlos de influencias de los malos espíritus que he resuelto privarlos a ustedes de su libertad y, de paso, para que así aprendan a amarla, pues este es mi objetivo, en el futuro. Esta medida, aunque de momento parezca absurda, los hará libres.
Sé que a los más mi decisión no les preocupa, antes bien lo tienen a dicha, porque les quito un peso insoportable de sus hombros. Sólo algunos letrados echan de menos la libertad, pero eso es asunto desatendible.
Una última notificación: Entre mis súbditos hay fanáticos que me siguen al pie de la letra. Ellos quieren ensangrentar mi reino, que es como enrojecer el cielo, pero les he dicho que esperen, pues todo tiene su kairos, su momento, su sazón, como nos enseña el libro de las mutaciones.
Semejante impaciencia era esperable, pero estoy a la mira. Si se exceden, sé cómo desbravar rebeldes: con retirarles mi favor, basta.

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Un rasgo que señala al emperador es que no puede vivir sin enemigos. Los ha exterminado a todos mediante un método muy eficaz: suele fijarles un plazo para que se suiciden voluntariamente, pero no se sacia. Necesita otros nuevos.
Consíganlos ­exclama­ y sus ministros se afanan en encontrarlos. Tarea imposible porque ya no quedan. Como creen que alguien puede acusarlos, entran en pánico, y éste los lleva a buscarlos entre sus más leales servidores, pues temen que la ira del emperador pueda volverse contra él mismo y lo despedace.

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El Emperador imparte sus órdenes como el dios de esos horribles cristianos, mediante el modo imperativo, lo que inquieta a su corte, dado que apunta a una identificación peligrosa. Constrúyase ese puente ­grita­ y ocurra o no el hecho, sus dóciles funcionarios aplauden hasta quedar extenuados.
Se ha sabido años después que la construcción fue interrumpida.

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Las órdenes del Emperador truenan según su antojo a cualquier hora. Como duerme poco, casi siempre son de madrugada. De ahí que tampoco deje dormir a sus ministros, lo que le ha granjeado su oculto malquerer, pero nadie protesta.
¿Quién puede oponerse al elegido de la historia? Para colmo, los aduladores lo han convencido de que él salvará el mundo, exorbitancia que puede dar al traste con su poder.

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El hijo dilecto del cielo ha decretado el amor. Piensa imponerlo por la fuerza.
Ámense, es la orden de uno de sus edictos.
Sólo así escaparán al castigo cuya aterradora variedad vuelve afectuosos a los más reacios: picota, estiramiento, decapitación. Para unir a sus súbditos está dispuesto a todo, pero lo más desalentador es que éstos, en lo tocante a su crueldad, no sólo transigen: lo convierten en ídolo.

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A los letrados taoístas ­afirma­ les ha dado por combatir mi reino, porque creen, sin fundamento, que tengo una propensión irresistible a guerrear. En rigor, mis decretos se enderezan a preservar la paz entre mis súbditos separando los malos de los leales, y con las naciones, combatiendo las que no compartan mi visión. Esta política está en consonancia con las leyes del cielo. En mi dominio no existe oposición, fue eliminada para asegurar precisamente la convivencia. Por eso, esta saludable medida ha tenido un apoyo espontáneo debido al temor general.
Sólo esa minoría que no comprende mi lucha por el bien, se empecina en lanzarme ataques malévolos, pero yerra, terminará por ayudarme a imponer la verdad.
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Aunque en chino no existen tiempos verbales como en esas odiosas lenguas occidentales, el hijo del cielo piensa sobre todo en el futuro. Gracias a la opulencia de su reino, aspira a colonizar otras naciones, con el fin humanitario de llevarles la felicidad de que goza la suya. Piensa convencerlos de su verdad mediante la fuerza.
Para lograrlo cuenta con su ejército de arqueros tan diestros como los mongoles.
Estos, debe recordarse, parecían invencibles, y sin embargo sucumbieron, pues todo poder aunque suele protegerse más de lo necesario, es efímero. El Emperador lo sabe, pero afecta ignorarlo; si no, ¿cómo podría vivir? Esquivar el sinsentido, que conduce a la nada, es una razón de Estado.

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Los letrados han propuesto que se retire del diccionario la palabra enemigo, pero ni los sacerdotes estuvieron de acuerdo.
Ellos la necesitan para espantar los demonios de la heterodoxia.
¿De qué iban a vivir los exorcistas? Los generales ni consideraron el asunto. Su existencia depende de tan venenosa palabreja. Si no hay enemigos es necesario crearlos con relatos sobre amenazas inverosímiles. De eso se ocuparían los escritores y poetas cortesanos. Si no resultan creíbles, el encargo pasará a manos de los cronistas que lo aderezarán con datos verídicos, pero interpretándolos sesgadamente para poner el pasado al servicio del Emperador.
El Emperador hasta asegura que puede salvar a la humanidad como ha hecho con su país, pero tal exorbitancia es tan inédita en sus avales que apenas los súbditos más devotos le creen, o tal vez sólo fingen.

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