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Breves extrañamientos de Salvador Biedma

El justo medio

Trabajaban en la casa, habitación de por medio. Ella, que era química, se encerraba en su laboratorio y pasaba horas observando un mundo a través del microscopio. Él, astrónomo, pegaba el ojo al telescopio en cuanto empezaba el día. Hasta la noche, no se cruzaban ni se dirigían la palabra. Al acercarse la hora de la cena, iba creciendo su ansiedad por encontrarse. Todo era alegría entonces: un matrimonio perfecto.
Tuvieron un hijo. Gigante para su madre, minúsculo a los ojos del padre. A nadie le resultaron llamativos sus problemas de vista; usó anteojos desde muy chico. Creció con los años. Durante un tiempo, pasaba de una idea a la opuesta en un instante, pero el padre siempre se quejaba de su corta visión de futuro y la madre le aconsejaba que prestase más atención a los detalles del momento.
Cuando conoció a la oftalmóloga con la que se casaría, ya era un extremista de la moderación. Poco después del matrimonio, la esposa quedó embarazada. Tuvieron dos hijos: uno, muy alto, al que la abuela le prodigaba todo su cariño; la otra, menudita, a quien el abuelo no le quitaba los ojos de encima. Los mellizos cumplieron cinco años y la madre advirtió que no veían bien. Les recetó anteojos. A él, para ver de cerca y a ella, para ver de lejos.


Caperucita

Su abuela era un lobo. Su abuela era un lobo que se había comido a la abuela.


Aberturas

Era la tercera vez que daban la vuelta a la construcción. El dueño advertía que algo faltaba, pero no podía determinar qué. El albañil dijo de pronto: “No tiene ventanas”. Hasta ese momento, estaba orgulloso. Había hecho su trabajo a toda velocidad, tal vez apurado para no distraerse con la mujer del dueño, que rondaba por ahí como una gata y le clavaba los ojos.
El albañil no salía de su sorpresa. No entendía cómo había llegado a olvidarse de las ventanas, de dejar esos espacios vacíos. Se disculpó una, varias veces. El dueño apenas respondió con un gesto. No parecía enojado. Más bien, sentía curiosidad. Como si estuviera ante un fenómeno zoológico.
Mientras se rascaba la barbilla, dio una cuarta vuelta a la construcción. Dijo, pensativo: “Hay algo más”. Su mujer miraba desde adentro de la casa. Sonreía detrás del cortinado. “Tampoco tiene puerta”, gritaron los tres, sin levantar la voz, al unísono.


Primeras aguas

A los 50 años, había hecho cierta fortuna. Tenía dinero suficiente para asegurar su futuro, el de su esposa, el de sus dos hijos. Decidió, entonces, cumplir una vieja ambición.
Él, que nunca había podido construir un castillo de arena como los de su hermano, hizo traer piedra, madera y metal desde países exóticos y mandó a construir un castillo habitable en la playa.
El resultado lo dejó muy contento, pero no llegó a disfrutarlo. Su hermano, que había estudiado arquitectura, construyó a pocos metros un castillo tres veces más grande, majestuoso, perfecto, sin ayuda de nadie y con un solo material: arena.


Cuadros de una exposición

Augen, el detective Augen, había entrado a ver la retrospectiva de la obra de Vincent Gratiolanski. Había descubierto, en uno de los “collages” (así los llamaban), dientes, otros huesitos y pelo de Maureen, la chica a la que buscaba desde hacía meses. La sangre, en cambio, no era de ella. La guía lo explicó bien: antes de suicidarse, Gratiolanski calculó al milímetro cómo debía disparar para que la mancha tuviera esa forma exacta en la esquina del cuadro.


La carnada

Estaba harto de esperar. Llevaba días ahí, en esa isla. El tosco aparejo conectaba su mano con el agua. Esperaba una sacudida, pero en todo ese tiempo no había alcanzado a sentir la más mínima vibración. Aunque lo venciera el sueño, se mantenía aferrado al hilo. A cada hora, lo recogía y encontraba todo como lo había dispuesto. Ni un solo pez se había acercado. Entonces, terminó de decidirse: se usaría a sí mismo de carnada. En ese instante, como si hubiera leído su pensamiento, un monstruo marino saltó sobre la playa, lo engulló y volvió reptando hasta las olas. No dejó un solo resto del hombre. Quedaba, eso sí, su aparejo de pesca. Aún sigue en el lugar. Ningún pez tocó nunca la carnada, esa pasta maloliente. A él le parecía tan exquisita que, pensó, cualquier animal se tentaría.




Salvador Biedma nació en 1979 en Buenos Aires. Dirigió con Alejandro Larre las revistas “La mala palabra” y “Mil mamuts”. En la actualidad, es asistente editorial del sello La Compañía y editor del sello Galerna.




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Jornada de Microficción en la Feria del libro de Buenos Aires. Programación completa



4ta JORNADA FERIAL DE MICROFICCIÓN
3 de mayo de 18:30 hs. a 22:00 hs
Feria del Libro de Buenos Aires, Sala Roberto Arlt, Pabellón Amarillo
Predio Ferial de Palermo



PROGRAMA


Coordinación General: Raúl Brasca


18:30 hs.
Presentación.

18:40 hs.
Lecturas: Jorge Accame,  Alejandro Bentivoglio, Norah Scarpa, Lucía Díaz, Fabián Vique.
Preguntas.
Lectura de nanoficciones seleccionadas del concurso realizado en Twitter.

19:25 hs.
Proyección de Microficciones en Stop Motion, con la participación de su realizador, Carlos Montoya.
Preguntas.
Lectura de nanoficciones seleccionadas del concurso realizado en Twitter.


19:45 hs.
Edda Armas: Recordando a Alfredo Armas Alfonzo, precursor del género en Venezuela.
Preguntas.
Lectura de nanoficciones seleccionadas del concurso realizado en Twitter.


20.05 hs. a 20:20 hs.
Receso

20:20 hs .
Entrevista a Luisa Valenzuela, por Sandra Bianchi.
Preguntas,
Lectura de nanoficciones seleccionadas del concurso realizado en Twitter.
.

20:45 hs.
Lectura: Miriam Cairo, Sergio Francisci, Zulma Fraga, Analía Fernández Fuks, Giselle Aronson.
Preguntas y premiación del Concurso Ferial de Nanoficciones.

21:30 hs a 22:00 hs.
Lectura de cierre: Ana María Shua, Luisa Valenzuela, Mario Goloboff

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Jornada de Microficción en la Feria del libro de Buenos Aires

Jornada de Microficción

Jueves 3 de mayo

Lectura de microficciones, twitteriones, homenajes, proyecciones, entrevistas.

Coordina: Raúl Brasca

En breve la agenda completa del evento

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Ekuóreo. Revista de minicuentos


Dragones II
Hay algo más terrible y maravilloso que ser devorado por un dragón: es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un hombre.
Jorge Luis Borges(Revista Sur, Buenos Aires, en julio de 1936)

Ekuóreo. Una entrega cada 15 días
http://e-kuoreo.blogspot.com/
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Más libros de 3x4 microficções: literatura em poucas palavras


http://www.editoramultifoco.com.br/tresporquatro/
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Soy un efecto. Analía Fernández Fuks


I.
Soy ortografonista desde que estoy en el jardín de infantes. Con el tiempo me
fui especializando en esta tarea de reconocer los errores de ortografía antes de
que sean escritos. Es decir, los puedo precisar en el habla. Así, el día en que
Valentín vino a dejarme, me di cuenta de que estaba poniendo el acento de
nuestra relación en el lugar equivocado.
II.
Las cosas en casa siempre fueron así. Volver del colegio y encontrar los platos,
las sartenes, los cubiertos suspendidos en el aire; las sillas tiradas, la heladera
vaciada sobre el piso, la yerbera cayendo de la alacena, la historia del verano
en Miramar siempre igual y un “basta ya”. Mamá y papá tienen la costumbre de
dejar las peleas en pausa para volver del trabajo y acordarse por dónde van.
Ya es hora de entrar en la escena. En medio de la cocina, dejo las últimas
zapatillas que me regalaron, un suspiro corto y un llanto. No sé qué es lo que
pasa cuando las cosas cambian de lugar. Escucho los tacos de mamá y la voz
ronca de papá subiendo en el ascensor. Y me voy de casa por las escaleras.
III.
Y vos tan dormido panza arriba. Quiero meterme por el ombligo y caer de palito
adentro tuyo. No quiero que duermas siempre que yo estoy despierta. Una
relación no puede vivir de madrugada. No son dos tostadas y un café con
leche. Medio beso en el fondo de la taza. El otro día pensé que si te soplaba la
oreja capaz me metía en tu sueño. Pero creíste que era una mosca y te pusiste
de costado. Prefiero que duermas panza arriba porque puedo saber mejor qué
estás soñando. Y sé que no era cierto el sueño que me contaste, ese en que
vos y yo galopábamos en la terraza de un vecino y saltábamos por los edificios.
Porque yo estaba ahí, del otro lado. Y vos estabas tan quieto, como siempre,
sin ir a ningún lado.
Despertate. Así no se sueña conmigo.
IV.
El miércoles a las cinco de la tarde, cuando fui a verla, Abuela estaba en India.
Era la primera vez que viajaba en alfombras voladoras. A pesar de eso, dijo
que no tuvo miedo. Que si uno mira bien los países nunca se parecen a los
dibujos de los mapas, que los habitantes nunca se parecen a las fotos que hay
de ellos en otras partes del mundo y que nadie lleva en la valija realmente lo
que dice llevar. Después de dos días, volvió del viaje. Ahora está abajo del
agua y hace nado sincronizado. Parece que el ganchito en la nariz le está
molestando. Hace gestos y señala la garganta como si se ahogara con sus
propias burbujas. Mi tío le pide que se calme. Abuela afloja las manos. Cierra
los ojos y flota. Mi tío le acomoda el tubo. Entran dos mujeres; una le aprieta el
pecho, la otra la inyecta. Abuela se corre la mascarilla de plástico verde y con
la boca caída hacia un costado nos dice a todos que por favor la dejemos
nadar tranquila.
V.
Al final de toda historia siempre hay un disparo. El arma está debajo del
colchón. Nunca se sabe cuál de los dos tendrá pesadillas. Por eso duermo con
un almohadón en el pecho y por las dudas, también me ato las manos.
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