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Edmundo Valadés: Enigmas. Homenaje a Valadés 3/3

LA INCRÉDULA
Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorpresa y agotada excusa, que ya lo había hecho.
—Lo sé —respondió—, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizá ya innecesaria.

ENIGMA
En el sueño, fascinado por la pesadilla, me vi alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen.
Un instante, el único instante que podía cambiar mi designio y con él mi destino y el de otro ser, mi libertad y su muerte, su vida y mi esclavitud, la pesadilla se frustró y estuve despierto.
Al verme alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen, comprendí que no era un sueño volver a decidir entre la vida o mi libertad, entre su muerte o mi esclavitud.
Cerré los ojos y asesté el golpe.
¿Son preso de mi crimen o víctima de un sueño?

MEMORIA
Cuando alguien muere, sus recuerdos y experiencias son concentrados en una colosal computadora, instalada en un planeta invisible. Allí queda la historia íntima de cada ser humano, para propósitos que no se pueden revelar.
Enfermo de curiosidad, el diablo ronda alrededor de ese planeta.

LA MARIONETA
El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos y esguinces, trastabillea sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo.
La marioneta —un payaso en cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita— ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.



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Edmundo Valadés: Ronda por el cuento brevísimo. Homenaje a Valadés 2/3

Desestimado en mucho como creación menor, la del miniaturista, el cuento breve o brevísimo no ha merecido ni recuento, ni historia, ni teoría, ni nombre específico universal, como lo demanda Marco Antonio Campos, salvo los que desde la revista El cuento le dimos de minicuento o minificción, y que han sido generalizándose. Pero su interés, su circulación, su creciente ejercicio y su valor como género literario han ido en ascenso: es ahora una elaboración que prolifera en las letras contemporáneas, y que se ensaya o se colma muy extensamente en nuestros países, sea en el estudio del escritor o en el taller de los que se inician en la narrativa: de allí su reproducción constante en revistas y suplementos y la multiplicación de libros forjados con minicuentos.
Su mayor difusión, impulso y estímulo se lo ha dado la revista El cuento, desde hace más de 25 años en que empezó a publicarlos profusamente, y que organizó el primer concurso de dichos textos, y es ya constante, diría que insoslayable, su inclusión en revistas y suplementos literarios. Incluso, incitó en Colombia a que se creara una publicación especializada en recogerlos: Ekuóreo. Una bibliografía de obras en tal especialidad haría evidente su múltiple presencia, quizás como reciente fenómeno creativo en la literatura latinoamericana contemporánea.
Expresivo de su beligerancia es este casi manifiesto lanzado por la revista Zona, de Barranquilla, Colombia, de Laurián Puerta, en el que se le concede función literaria subversiva: “Sacado de una de sus falsas costillas, el minicuento, ese extraño género del siglo XX, ha conducido al cuento clásico al camino de una estrepitosa bancarrota. Parece una afirmación temeraria. Pero es una rebelión inexorable que viene gestándose desde la cuentística inaugurada por Poe. La primera escaramuza fue con el relato breve. Y al minicuento se le ha encomendado la delicada misión de darle el tiro de gracia”.
En otra página se agregan, bajo un título de aire provocativo, “¡Ni un paso atrás, siempre en el minicuento!”, estos conminatorios postulados: “Concebido como un híbrido, un cruce entre el relato y el poema, el minicuento ha ido forjando su propia estructura. Apoyándose en pistas certeras se ha ido despojando de las expansiones y las catálisis, creando su propia unidad (!) lógica, amenazada continuamente por lo insólito que lleva guardado en su seno. La economía del lenguaje es su principal recurso que devela la sorpresa o el asombro. Su estructura se parece cada día a la del poema. La tensión, las pulsaciones internas, el ritmo y lo desconocido se albergan en su vientre para asaltar al lector y espolearle su imaginación. Narrado en un lenguaje coloquial o poético, siempre tiene un final de puñalada. Es como pisarle la cola a un alacrán para conocer su exacta dimensión… El cuento clásico ha sido domesticado, convertido en una sucesión de palabras sin encantamientos. El minicuento está llamado a liberar las palabras de toda atadura. Y a devolverle su poder mágico, ese poder de escandalizarnos… Diariamente hay que estar inventándolo. No posee fórmulas o reglas y por eso permanece silvestre o indomable. No se deja dominar ni encasillar y por eso tiende su puente hacia la poesía cuando le intentan aplicar normas académicas”.
Aparte de ciertas puntualizaciones que ameritaría este aguerrido manifiesto, no de ser otra certitud del auge de los significados actuales del cuento brevísimo, que encuentra allí partidarios que lo enarbolan como desideratum cuentístico. Otro signo del interés que despierta, es la relación sobre el cuento en Hispanoamérica, de Juan-Armando Epple, publicada en la revista argentina Puro Cuento, con valiosas sugerencias y datos respecto al género, y en la que señala que la revista El cuento, lo bautizó como “mini-cuento”, y que tales textos, para Enrique Anderson Imbert, son “cuentos en miniatura”.
Minificción, minicuento, micro-cuento, cuento brevísimo, arte conciso, cuento instantáneo, relampagueante, cápsula o revés de ingenio, síntesis imaginativa, artificio narrativo, ardid o artilugio prosísticos, golpe de gracia o trallazo humorístico, sea lo uno o lo otro, es al fin también perdurable creación literaria cuando ciñe certeramente su mínima pero difícil composición, que exige inventiva, ingenio, impecable oficio prosístico y, esencialmente, impostergable concentración e inflexible economía verbal, como señala José dela Colina, para los que él llama “cuentos rápidos”. La minificción no puede ser poema en prosa, viñeta, estampa, anécdota, ocurrencia o chiste. Tiene que ser ni más ni menos eso: minificción. Y en ella lo que vale o funciona es el incidente a contar. El personaje, repetidamente notorio, es aditamento sujeto a la historia, o su pretexto. Aquí la acción es la que debe imperar sobre lo demás.
Para aludir a lo que es o debe ser este género, parto de la base tentativa, arriesgándome a pisar terreno muy resbaladizo, de considerar minificción al texto narrativo que no exceda de tres cuartos de cuartilla. Más no, porque rebasando tal obligada limitación, que implica resolver los problemas de apretujar una historia fulminante en unas quince o diecisiete líneas mecanografiadas a doble espacio, sería posiblemente cuento. ¿O dónde se puede separar el espacio entre cuento y minificción?
Si me remito a las minificiones que más han cautivado, sorprendido o deslumbrado, encuentro en ellas una persistencia: que contienen una historia vertiginosa que desemboca en un golpe sorpresivo de ingenio. Así el suceso contado se resuelva por el absurdo o la solución que lo subvierte todo, delirante o surrealista, vale si la descomposición de lo lógico hasta la extravagancia, lo inverosímil o la enormidad, posee el toque que suscite el estupor o el pasmo legítimos si se ha podido tramar la mentira convalida estrategia. Temática frecuente del minicuento, quizás la más localizable, es el reverso, la contraposición a historias verídicas, estableciendo situaciones o desenlaces opuestos a incidentes famosos, reales o imaginarios, o las prolongaciones del antiguo juego entre sueño y realidad, o invención de seres o regiones ficticias, como serían los casos de Michaux, Borges, Calvino, por citar algunos entre los más admirables.
Las más de las veces, lo que opera en las minificciones certeras o afortunadas es un inesperado golpe final de ingenio, cristalizado en contadas líneas, en una fórmula compacta de humorismo, ironía, sátira o sorpresa, si no todo simultáneo. Otra ocurrencia es la alteración de la realidad, en mucho por el sistema surrealista, al ser transformada por el absurdo, de modo inconcebible o desquiciante, creando una como cuarta dimensión, en la que se violentan todas las reglas de lo posible.
El cuento brevísimo es invención oriental, quizás mas particularmente china, por estar en su literatura, creada hace siglos, algunos de los mas redondo y ejemplares. En libros sagrados o históricos, de la mas remota antigüedad, hay insertos algunos inesperados o fortuitos, disimulados como partes de un texto dilatado, que al ser extraídos, adquieren calidad de inopinadas o reconquistadas miniaturas narrativas. En El Talmud o en sus similares árabes, hindúes, etcétera, proliferan casi siempre propuestos como sabios consejos metafóricos de una religión, de una ética o una tradición en los usos y costumbres, deviniendo a veces en minificciones, porque aunque no se lo hubieran propuesto, a sus autores, generalmente anónimos, les brotó de pronto el género. Los hay deliciosos, en El libro las mil noches y una noche, y posteriormente en otros libros occidentales como el Novellino, por dar un ejemplo.
Algunos clásicos españoles los retoman de literaturas orientales o del propio acervo folklórico, con deliberación y gracia: baste citar a Juan Timoneda, uno de los más perdurables, y a Juan Rufo o Juan Aragonés, entre otros. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, en preciada antología Cuentos breves y extraordinarios, extraen, ubicándolos o casi forjándolos, al descubrirlos en obras voluminosas, por medio de múltiples y atentas lecturas, textos mínimos de diversos autores clásicos o modernos, y que al ser atrapados adquirieron naturaleza de minicuentos, en una tarea explorativa que yo he extendido en El libro de la imaginación.
Tal vez podría determinarse el año de 1917 como el de la fundación del cuento brevísimo moderno en México y demás países de Latinoamérica, con uno, titulado A Circe, primer texto con que se abre un libro entonces de insospechadas radiaciones e influencias, Ensayos y poemas, editado ese año y que le daría celebridad a largo plazo al cuento y su entonces joven autor, el mexicano Julio Torri, que frisaba entonces en los 28 años.
Hay cierto consenso en que esa mínima prosa es la pequeña obra maestra suya, pues en mucho contiene su estilo conciso, irónico, malicioso, de elaborada exactitud idiomática. Texto que con otros de su libro Ensayos y poemas influirán primero, induciendo a varios de sus contemporáneos a forjarlos: Genaro Estrada, Carlos Díaz Dufóo, Mariano Silva y Aceves; más tarde en Novo, que los colma maliciosamente, dejando varios felizmente antologables, y de seguro en la serie que envuelve Tapioca Inn; de Francisco Tario, comprimidos de grato humorismo y fantasía, y que prosiguen en sus cuentos de fantasmas, “donde lo vivo y lo muerto juegan alegre y despreocupadamente”, y luego en la generación que por los años cincuenta lo redescubre, lo revaloriza con mas atenta mirada crítica, suscitándose con “Circe”, una secuencia dedicada a Ulises, que tramarán en un contrapunto de juguetonas versiones, el español Agustí Bartra y los mexicanos Salvador Elizondo y Marco Antonio Campos, entre otros más aquí y en países sudamericanos.
Pero la repercusión de Torri actúa particularmente en el caso excepcional de Juan José Arreola, quien burilará milagrosos textos y cuentos en los que corretean graciosas socarronerías y un incisivo y mortal aire irónico, en una operación de magnánimo y variado ingenio, para convertirse en uno de los grandes alborozos de nuestra literatura, o quizás en su gran alborozo. La obra de Arreola influye a su vez incalculablemente en la generación de los años cincuenta y más allá, y la que debido a esa activación, revaloriza a Torri y se nutre de sus enseñanzas idiomáticas y del ejemplo de que en sus textos “ninguna palabra estuvo de más”.
En este vistazo a otras expresiones de la ficción breve del siglo XX, recurriendo a la memoria, Franz Kafka elabora maestrías de mínima medida en las que reaparecen los temas profundos de sus novelas, artefactos explosivos para detonar angustias y conflictos del destino humano. Y Ambrose Bierce, cabecilla de lo corrosivo, de la sátira fulminante sobre la condición humana a la que desnuda con pinzas de acero escéptico. Hay que mencionar a un cuantioso creador de ellas, Ramón Gómez dela Serna, quien en su libro Caprichos forja unas doscientas, entre las cuales, si no todas, las hay magníficas y logradas. Que yo sepa, ningún otro escritor en nuestro idioma ha intentado tantas.
Jules Renard es gran maestro de minificciones, muy pródigo en ocuparse de personajes y detalles de su Francia rural, en textos irónicos, y quien llega a una especie de hai-kú en prosa, al dar aguda y personal visión del mundo animal. Entre otros franceses, está Max Jacob, que las despliega en su Cornet à dès, con intención más bien poética y, en primera línea, Henry Michaux, portentoso fabulador de textos breves, con los que urde países, ciudades y personajes insólitos, como se ha dicho, nacidos de una riquísima imaginación, de la experiencia onírica o del influjo de la droga, en libros de inventiva fascinante. En Michaux es muy posible que Julio Cortázar encontrara la veta para sus cronopios y famas e Italo Calvino la fuente para establecer sus ciudades invisibles, seductora geografía imaginaria. Jean Cocteau, muy versátil, nos ha dejado miniaturas de singulares efectos, porque parecen la trampa de un prestidigitador.
Quizás el juego entre sueño y realidad, muy chino, se contemporiza con Borges, autor de minificciones ejemplares con alusiones a animales ficticios, para que se repita soberbiamente ese artificio inalcanzable que había de multiplicarse. Entre más escritores argentinos, numerosos, que frecuentan tal zona literaria, Enrique Anderson Imbert es diestro y feraz en maquinar múltiples minificciones, en tanto que Marco Denevi atina incansablemente en reversiones anti-históricas. Anoto de él un libro delicioso, Falsificaciones, por su ingenio en reinvenciones relampagueantes, así como Héctor Sandro, de los más notables en el arte conciso, Y entre otros mencionables, a Ana María Shúa y a Rodolfo Modern, que en un libro aparentemente chino, logra válidas réplicas a versiones de clásicos chinos.
Entre los españoles, A. F. Molina, con sus libros Arando en la madera y Dentro de un embudo, realiza travesuras de desenfrenado humor negro, en tanto que Alfonso Ibarrola es creador de textos de un extraordinario humorismo: su “La Aventura” es una de las mejores brevedades, en esa tesitura, definitivamente antológica. El chileno Alfonso Alcalde, en Epifanía cruda, agrupa una serie inaudita de comprimidos, con impecable factura en la línea de lo absurdo y del humor negro, y que él mismo considera señales de humo, parpadeos de la memoria, hitos de la imaginación, contraseñas o borradores de historias que se quedan debajo de la lengua, entre dientes; o que son cuentos tan efímeros como el hipo, pero el verdadero, eso sí, puntualiza. Otro latinoamericano, el salvadoreño Álvaro Menén Desleal, es de los más consignables, así como su compatriota Ricardo Lindo. En la ciencia ficción mínima, el francés Jaques Stemberg y el belga Pierre Versins tienen textos memorables, porque condensan en ellos historias anticipadoras de lo que podrá acaecer a los terrícolas en siglos futuros, ya cuando entren en colisión con habitantes de otros planetas o cuando se cumpla totalmente su extinción.
Y para no extenderme más, así deje pendientes otras referencias que confirman el auge y la proliferación del género, paso al vuelo sobre autores mexicanos recientes. Perito en la concisión, uno de los mas notables ingenios de la sátira y la fábula en el siglo XX, Augusto Monterroso, apastilla textos de los que destilan burlas, de finísima gracia, y que resultan ejemplario, colmadamente divertido, de las debilidades o de las estupideces humanas. Donoso, juguetón, pero implacable e inflexible, de él dijo José Alvarado: “Augusto Monterroso es uno de los más lúcidos, misteriosos y sutiles prosistas en el castellano de hoy. Pedante fuera señalas su vago parentesco con Borges, Arreola, Marcel Schowb, Jules Renard, algunos ingleses y el mismo Azorín y, también la vertiente original de su expresión”. Cito de salida unos cuantos nombres más de los que sobresalen aquí en la minificción: José de la Colina, René Avilés Fabila, Felipe Garrido, Agustín Monsreal, Otto Raúl González, Olga Harmony, Leopoldo Borrás y Roberto Bañuelas, cantante de ópera que se da tiempo y afición constantes para preparar cápsulas de ingenio, varias de ellas perdurables por la agudeza con que las concentra y remata.
Digamos por último que la minificción es la gracia de la literatura.

Apareció en  El Cuento, Revista de Imaginación. No. 119-120 Julio-Diciembre 1991.


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José Emilio Pacheco sobre Edmundo Valadés. Homenaje a Valadés 1/3

Es un domingo de 1957 o 1958, son muchos domingos de aquellos años, voy por donde había árboles y ahora cruza un eje vial, vamos Carlos Monsiváis y yo por avenida Eugenia o entre las calles de Portales. En su casa de la colonia del Periodista nos espera Edmundo Valadés, va a regalarnos la mañana de su único día de descanso, porque en esta época, entre quién sabe cuántas otras cosas, hace la página de espectáculos de Novedades y publica tres veces por semana “Tertulia literaria”.

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Con qué paciencia, con qué atenta generosidad Valadés escuchará los primeros borradores de nuestro aprendizaje interminable. El escritor y los aprendices somos adictos a los cuentos, en primer término a leerlos y en seguida a escribirlos. (Durante muchos años Monsivaís escondió su vocación de cuentista o disfrazó de crónicas sus cuentos, hasta que no le quedó más remedio y publicó al fin su libro, su Nuevo catecismo para indios remisos.) Pero entonces con cuánta delicadeza, con cuánto pudor Valadés me decía: No, fíjese que no, por ahí no va la cosa; el tema da para mucho y ese lenguaje como que no funciona, está muy denso. ¿Por qué no lo guarda un tiempo y después lo relee?

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A cambio de talleres literarios había esos encuentros en casas, en cafés, en redacciones; esos diálogos que hace mucho la ciudad y el pluriempleo volvieron imposibles. Fue preciso envejecer, llenarse de trabajos y compromisos y fatigas para darse cuenta de lo que significa dedicar mañanas enteras a dos desconocidos que tal vez sí o tal vez no lleguen un día a ser escritores. Y tener la humildad de leerles —de igual a igual, nada de magisterio— sus propios cuentos, “Rock”, “Las raíces irritadas”, y escuchar sus comentarios. Pero sobre todo pasar de la sala o el jardincito al primer piso invadido, copado por los libros. Y decirles: Miren, ¿ya conocen este de John Hersey? ¿No han leído el de Saroyan? Aquí tiene lord Dunsany un cuento extraordinario. Consíganse en Zaplana el libro de Akutagawa.

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Un día sacó de sus estantes un tomito encuadernado: Esta es la revista que hice en 1939 con Horacio Quiñones. Se llamaba El cuento. Espero algún día tener tiempo y dinero para volver a editarla. Cuando menos en esa época las revistas mexicanas publicaban cuentos. Luego vino el auge de la novela y ya casi no hubo dónde meterlos. Por fortuna El cuento reapareció en 1964. A El cuento, que es parte de la obra personal de Edmundo Valadés, se debe en gran medida que hoy, en medio de la crisis de los años ochenta, la narrativa breve mexicana florezca (no encuentro palabra más descriptiva) como nunca, y tantos jóvenes y tantas muchachas sientan la perdurable fascinación del más antiguo y el más nuevo de los géneros.

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Edmundo Valadés o la generosidad. Ha dedicado la mayor parte de su tiempo a difundir las obras ajenas, a compartir sus entusiasmos, a tender puentes hacia otras literaturas, a revalorar el pasado y a estimular a los que empiezan. Hay que sumar a sus columnas periodísticas, antes en Novedades, ahora en Excélsior, sus textos críticos sobre Proust —el extenso escritor predilecto de un fanático de la brevedad como Valadés— y, la novela de la Revolución, sus tres inagotables antologías: El libro de la imaginación, Los grandes cuentos del siglo veinte, Los cuentos de El cuento que uno conserva —a mano, para releerlas continuamente— junto a la Antología de la literatura fantástica y Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy Casares, o bien las selecciones similares que han hecho en francés Roger Caillois y en inglés Richard G. Hubler y últimamente Irving e Ilana Howe.

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Pero en el centro de todo está la obra propia de Valadés. La muerte tiene permiso, que entre 1955 y 1982 ha alcanzado ya diez reediciones, constituye un libro clásico de nuestras letras, al punto de que su extensa difusión ha opacado relativamente las otras dos colecciones: Las dualidades funestas (1966) y Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1980). Algunos cuentos reunidos en estos volúmenes aparecieron previamente en cuadernos de limitada circulación. No es nada más un dato bibliográfico: indica que, por ejemplo, cinco años antes de figurar en Las dualidades funestas, “El compa” se había publicado en Antípoda (1961). Entre la tentativa de Salazar Mallén reprimida por la censura en 1932 y la corriente que José Agustín inicia en 1964,  “El compa” emplea con toda libertad las llamadas malas palabras y se refiere explícitamente a la sexualidad. No es lo mismo publicarlo en 1966 que haberlo hecho en 1961. A este respecto, los ejemplos podrían multiplicarse.

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Valadés tiene otra gran producción narrativa que algún día aflorará a la superficie: los reportajes que entre 1938 y 1948, aproximadamente, hizo para la revista Hoy. De ellos se ha recordado hace poco el que narra su viaje a la selva para desentrañar el misterio de dos aviadores perdidos: Barberán y Cóllar. El relato sin ficción fue la escuela que lo enseñó a escribir y a contar. Con este aprendizaje, en el momento en que publicó La muerte tiene permiso estaba en plena posesión de sus medios expresivos.

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Le tocó nacer en la generación de Arreola, Revueltas, Rulfo. No se parece a ninguno de los tres y al mismo tiempo hay en él algo de sus contemporáneos, y no podría ser de otro modo. Valadés rompió las falsas fronteras entre narrativa fantástica y realista, literatura urbana o rural. No cedió a ninguna prohibición: ha hecho cuentos magistrales que valen por sí mismos y también se anticipan a bastantes cosas que llegaron después. Le debemos narraciones de infancia y adolescencia, cuadros del holocausto nuclear, vasos comunicantes entre historia y vidas privadas. Y cuentos como los que ha escogido para que lo representen en este cuaderno: del extremo laconismo de “La incrédula” a la intensidad de “Rock”, una de las primeras expresiones de la violencia urbana, pasando por las magistrales “Raíces irritadas”, aquí está Edmundo Valadés contándonos el cuento que no acaba nunca porque narra la crónica de la humanidad en su viaje doliente y gozoso por esta Tierra.


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Minificción de los jueves: Julio Cortázar

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Calabacines en el Atico. Antología de minificciones de terror por Santiago Eximeno

CURIOSA
José Manuel Fernández Aguilera

La princesa sonrió complacida al comprobar que la rana cabía, al completo, dentro de la boca de su hada madrina. La hechicera lloró aún con más fuerza e intentó, por última vez, librarse de sus cadenas, pero carecía de poder alguno sin su varita mágica.
            Atrapada en una jaula de dientes, la rana movía con desesperación sus muñones y suplicaba clemencia con la mirada. De sus labios verdosos, aunque muy humanos, surgieron tres palabras:
            —No lo hagas.
El corazón de la chica latía como nunca antes. La emoción y el anhelo ardían en su barriga. Se inclinó con parsimonia y dio un beso dulce a la cabeza del anfibio. Luego saltó hacia atrás; no quería mancharse el vestido.


MADRE AUSENTE
Fernando López Guisado

Madre ausente procura estar fuera todo lo posible, de su estado, de su continente. Habla con su futuro ex marido apenas una vez por semana.
Le gusta el cuenco de saladitos bien lleno, el mini-bar bien surtido y el ProzacTM bien cargado.
Le gusta un retrete de hotel impoluto para diluirse tras el abuso de fotos de un hijo con ocho meses a las tres de la madrugada; la hora en que despertó para encontrar la cuna llena con una estatua de muerte súbita y enterrar su alma de pajarito realizado en una jaula hueca.

Madre ausente procura estar ausente todo lo posible.
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Minificción de los Jueves. Roberto Abad

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Tiempo enfermo de Roberto Abad


ROBERTO ABAD (1988, Cuerna- vaca, México) es narrador y músico. Fue incluido en la antología Alebrije de Palabras. Escritores Mexicanos en Breve. Recientemente, tres de sus cuentos fue ron traducidos al francés en la antología Lectures d’ailleurs. Es una de las más interesantes voces de la nueva minificción. VR




LA REBELIÓN DE LAS ESTRELLAS Cada dios tiene su propio universo. Unos lo prefirieron de fondo fulgurante; otros, opaco y tenue; los más tradicionales, blanco. En cambio, el nuestro, lo quiso oscuro, negro, lóbrego (también frío); y la poca luz que se ve, comprueba que incluso las estrellas se rebelan a su mal gusto.

NUEVOS GÉNEROS Alguien en el taller, al presentarse, presumió ser especialista en ranativa. ¿No habrá querido decir narrativa?, pensé, pero bastaron unos segundos para descartar mi deducción, cuando esa persona comenzó a ponerse verde, con los ojos saltones y la piel húmeda, idéntica a la de un anfibio.

SOÑAR CON UN DALÍ Un reloj sueña con un Dalí que se derrite. Un elefante sueña con un Dalí de piernas gigantes, alargadas hasta el cielo. Una granada sueña con un Dalí que vomita a un pez dorado que, al mismo tiempo, vomita a un tigre. En conjunto, cuando despiertan y las luces del museo se prenden, las pinturas descubren que la realidad es otra. No obstante, cuando termina el día y se quedan a oscuras nuevamente, sienten alivio porque al menos en sus horas de siesta pueden vengar las desfiguraciones --ideadas por un loco--, que los conocedores suelen llamar arte.

TIEMPO ENFERMO Los días eran pocos porque el tiempo tenía hambruna y estaba muriendo. Las semanas comenzaron a reducirse: los meses pasaban en quincenas, luego en docenas y así sucesivamente. La vida se adaptó de tal modo que hubo el caso de un bebé al que llamaron Minuto: creció, envejeció y murió en sesenta segundos. Pasmada, la humanidad entera creyó haber perdido la esperanza; sin embargo, un extraño consuelo les quedó al saber que, aun con la fugacidad del momento, el pequeño no se fue sin conocer el amor; el de su madre, quien falleció después de amamantarlo por primera y única vez.

LOS REYES QUE NUNCA SE ENCUENTRAN Izquierda, el alfil, indica uno. La torre, por el frente, mueve el otro. Adelante, el peón, avisa uno. El caballo, cuatro encima, indica el otro. Jaque mate de nuevo, chista uno. Y entre tanto ajetreo, la reina blanca, a la orilla del tablero, piensa que si las cosas siguen así será mejor encontrar otro juego. Hallar uno en el que algún día (si es posible por semanas), pueda reunirse con su rey negro, y amarlo sin ninguna guerra de por medio.

CINE INTERESANTE No era una película de zombis ni de lobos ni de vampiros, ni de ninguno de esos lugares comunes. Era de amor, y daba miedo.

PRIMITIVOS Al final de los tiempos, de todo el lenguaje sólo una vocal sobrevivió, y con ella bastó para contarse la historia del mundo.

ARE YOU TALKIN’ TO ME Qué me ves. ¿Me estás hablando a mí? Más te vale que no. ¿Ah? ¿Qué dijiste? ¿Sabes con quién estás hablando?, ¿sabes realmente con quién estás hablando? ¡Basta, me colmaste la paciencia! Te voy a matar, imbécil, dijo el ladrón, ensayando y cortando cartucho.
Entonces sonó una detonación. La bala salió del espejo.
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Minificción de los jueves. Clara Obligado

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La llave dorada de Carlos Almira

LA GENTE PEQUEÑA
Cuando cae la noche, el pueblo de x. se llena de la gente pequeña. Aunque nunca la he visto he oído muchas historias. X. que de día es un lugar triste y corriente, cobra entonces una vida y una animación especial. Algunos aseguran que la gente pequeña se limita a repetir nuestra vida diurna, pero con una connotación distinta; otros, que plantan carpas y pabellones y celebran ferias inverosímiles. Hay quien sostiene  que, en realidad, la gente pequeña es una réplica exacta de los habitantes de x, con la particularidad de que cuando su doble vivo muere, ellos dejan sencillamente de envejecer; quienes sostienen la teoría fantástica, están convencidos por su parte de que la gente pequeña son animales de los alrededores: pájaros, peces, incluso perros, que al caer la noche adoptan una forma humana. Sea como fuere, al anochecer el pueblo de x. se llena de la gente pequeña: antes de dormirme me los imagino trajinando, envueltos en sus gabanes, por las calles desiertas, barridas por el viento, y me entran unas ganas irreprimibles de dar la luz y mirarme las manos.       

EL TESTIGO
No me importa que no me saluden, incluso prefiero que no lo hagan. A fuerza de sigilo, he logrado volverme prácticamente invisible. Sólo el gato levanta las orejas y contiene un brillo inquieto y malévolo en los ojos. Él es el único testigo de mis andanzas. Por lo demás, no me preocupa lo que puedan pensar los otros. Es la palabra del gato contra la mía. Y el animal es listo, y sabe que si insiste en maullar, en erizarse de lomos, le darán una patada y lo echarán a la escalera. Y luego cerrarán la puerta que él no puede traspasar.             

LA CABEZA DEL DRAGÓN
De pequeño yo había jugado muchas veces con el dragón, a encaramarme en su cabeza hirsuta de escamas y espolones. Me daban un poco de miedo sus ojos (por juzgarlos insomnes) pero aprendí a no mirarlos, como se hace con el sol. Estando una noche solo en la Plaza de las Ejecuciones, me deslicé hasta él y pegué la oreja a su cabeza, emblema de la infelicidad; contuve el aliento y oí, primero como un fragor de tempestad que se diluía y atronaba, ya acercándose ya alejándose, aparejándose al rumor de una resaca de guijarros; luego oí como palabras articuladas en un idioma muerto o balbuceadas en un sueño; y como el retumbar de los cascos de miles de caballos trabados en una batalla antigua; por último, lo que debía ser el aire tal y como quizás silbaba antaño allá arriba, feliz entre las cometas. Cuando me aparté estábamos llorando uno en brazos del otro; volví a encaramarme a mi patíbulo, en la maciza oscuridad de la plaza.     
    

Carlos Almira. La Llave Dorada. Madrid: Talentura, 2014
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Minificción de los jueves: Luis Barrera Linares

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