Edmundo Valadés: Ronda por el cuento brevísimo. Homenaje a Valadés 2/3
Desestimado en mucho como creación menor, la del
miniaturista, el cuento breve o brevísimo no ha merecido ni recuento, ni historia,
ni teoría, ni nombre específico universal, como lo demanda Marco Antonio
Campos, salvo los que desde la revista El cuento le dimos de
minicuento o minificción, y que han sido generalizándose. Pero su interés, su
circulación, su creciente ejercicio y su valor como género literario han ido en
ascenso: es ahora una elaboración que prolifera en las letras contemporáneas, y
que se ensaya o se colma muy extensamente en nuestros países, sea en el estudio
del escritor o en el taller de los que se inician en la narrativa: de allí su
reproducción constante en revistas y suplementos y la multiplicación de libros
forjados con minicuentos.
Su mayor difusión, impulso y estímulo se lo ha dado
la revista El cuento, desde hace más de 25 años en que empezó a
publicarlos profusamente, y que organizó el primer concurso de dichos textos, y
es ya constante, diría que insoslayable, su inclusión en revistas y suplementos
literarios. Incluso, incitó en Colombia a que se creara una publicación
especializada en recogerlos: Ekuóreo. Una bibliografía de obras
en tal especialidad haría evidente su múltiple presencia, quizás como
reciente fenómeno creativo en la literatura latinoamericana contemporánea.
Expresivo de su beligerancia es este casi
manifiesto lanzado por la revista Zona, de Barranquilla,
Colombia, de Laurián Puerta, en el que se le concede función literaria
subversiva: “Sacado de una de sus falsas costillas, el minicuento, ese extraño
género del siglo XX, ha conducido al cuento clásico al camino de una
estrepitosa bancarrota. Parece una afirmación temeraria. Pero es una rebelión
inexorable que viene gestándose desde la cuentística inaugurada por Poe. La
primera escaramuza fue con el relato breve. Y al minicuento se le ha
encomendado la delicada misión de darle el tiro de gracia”.
En otra página se agregan, bajo un título de aire
provocativo, “¡Ni un paso atrás, siempre en el minicuento!”, estos
conminatorios postulados: “Concebido como un híbrido, un cruce entre el relato
y el poema, el minicuento ha ido forjando su propia estructura. Apoyándose en
pistas certeras se ha ido despojando de las expansiones y las catálisis,
creando su propia unidad (!) lógica, amenazada continuamente por lo insólito
que lleva guardado en su seno. La economía del lenguaje es su principal recurso
que devela la sorpresa o el asombro. Su estructura se parece cada día a la del
poema. La tensión, las pulsaciones internas, el ritmo y lo desconocido se
albergan en su vientre para asaltar al lector y espolearle su imaginación.
Narrado en un lenguaje coloquial o poético, siempre tiene un final de puñalada.
Es como pisarle la cola a un alacrán para conocer su exacta dimensión… El
cuento clásico ha sido domesticado, convertido en una sucesión de palabras sin
encantamientos. El minicuento está llamado a liberar las palabras de toda
atadura. Y a devolverle su poder mágico, ese poder de escandalizarnos…
Diariamente hay que estar inventándolo. No posee fórmulas o reglas y por eso
permanece silvestre o indomable. No se deja dominar ni encasillar y por eso
tiende su puente hacia la poesía cuando le intentan aplicar normas académicas”.
Aparte de ciertas puntualizaciones que ameritaría
este aguerrido manifiesto, no de ser otra certitud del auge de los significados
actuales del cuento brevísimo, que encuentra allí partidarios que lo enarbolan
como desideratum cuentístico. Otro signo del interés que despierta, es la
relación sobre el cuento en Hispanoamérica, de Juan-Armando Epple, publicada en
la revista argentina Puro Cuento, con valiosas sugerencias y
datos respecto al género, y en la que señala que la revista El cuento,
lo bautizó como “mini-cuento”, y que tales textos, para Enrique Anderson
Imbert, son “cuentos en miniatura”.
Minificción, minicuento, micro-cuento, cuento
brevísimo, arte conciso, cuento instantáneo, relampagueante, cápsula o revés de
ingenio, síntesis imaginativa, artificio narrativo, ardid o artilugio
prosísticos, golpe de gracia o trallazo humorístico, sea lo uno o lo otro, es
al fin también perdurable creación literaria cuando ciñe certeramente su mínima
pero difícil composición, que exige inventiva, ingenio, impecable oficio
prosístico y, esencialmente, impostergable concentración e inflexible economía
verbal, como señala José dela Colina, para los que él llama “cuentos rápidos”.
La minificción no puede ser poema en prosa, viñeta, estampa, anécdota,
ocurrencia o chiste. Tiene que ser ni más ni menos eso: minificción. Y en ella
lo que vale o funciona es el incidente a contar. El personaje, repetidamente
notorio, es aditamento sujeto a la historia, o su pretexto. Aquí la acción es
la que debe imperar sobre lo demás.
Para aludir a lo que es o debe ser este género,
parto de la base tentativa, arriesgándome a pisar terreno muy resbaladizo, de
considerar minificción al texto narrativo que no exceda de tres cuartos de
cuartilla. Más no, porque rebasando tal obligada limitación, que implica
resolver los problemas de apretujar una historia fulminante en unas quince o
diecisiete líneas mecanografiadas a doble espacio, sería posiblemente cuento.
¿O dónde se puede separar el espacio entre cuento y minificción?
Si me remito a las minificiones que más han
cautivado, sorprendido o deslumbrado, encuentro en ellas una persistencia: que
contienen una historia vertiginosa que desemboca en un golpe sorpresivo de
ingenio. Así el suceso contado se resuelva por el absurdo o la solución que lo
subvierte todo, delirante o surrealista, vale si la descomposición de lo lógico
hasta la extravagancia, lo inverosímil o la enormidad, posee el toque que
suscite el estupor o el pasmo legítimos si se ha podido tramar la mentira
convalida estrategia. Temática frecuente del minicuento, quizás la más
localizable, es el reverso, la contraposición a historias verídicas,
estableciendo situaciones o desenlaces opuestos a incidentes famosos, reales o
imaginarios, o las prolongaciones del antiguo juego entre sueño y realidad, o
invención de seres o regiones ficticias, como serían los casos de Michaux,
Borges, Calvino, por citar algunos entre los más admirables.
Las más de las veces, lo que opera en las
minificciones certeras o afortunadas es un inesperado golpe final de ingenio,
cristalizado en contadas líneas, en una fórmula compacta de humorismo, ironía,
sátira o sorpresa, si no todo simultáneo. Otra ocurrencia es la alteración de
la realidad, en mucho por el sistema surrealista, al ser transformada por el
absurdo, de modo inconcebible o desquiciante, creando una como cuarta
dimensión, en la que se violentan todas las reglas de lo posible.
El cuento brevísimo es invención oriental, quizás
mas particularmente china, por estar en su literatura, creada hace siglos,
algunos de los mas redondo y ejemplares. En libros sagrados o históricos, de la
mas remota antigüedad, hay insertos algunos inesperados o fortuitos,
disimulados como partes de un texto dilatado, que al ser extraídos, adquieren
calidad de inopinadas o reconquistadas miniaturas narrativas. En El
Talmud o en sus similares árabes, hindúes, etcétera, proliferan casi
siempre propuestos como sabios consejos metafóricos de una religión, de una
ética o una tradición en los usos y costumbres, deviniendo a veces en
minificciones, porque aunque no se lo hubieran propuesto, a sus autores,
generalmente anónimos, les brotó de pronto el género. Los hay deliciosos, en El
libro las mil noches y una noche, y posteriormente en otros libros
occidentales como el Novellino, por dar un ejemplo.
Algunos clásicos españoles los retoman de
literaturas orientales o del propio acervo folklórico, con deliberación y
gracia: baste citar a Juan Timoneda, uno de los más perdurables, y a Juan Rufo
o Juan Aragonés, entre otros. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, en
preciada antología Cuentos breves y extraordinarios, extraen,
ubicándolos o casi forjándolos, al descubrirlos en obras voluminosas, por medio
de múltiples y atentas lecturas, textos mínimos de diversos autores clásicos o
modernos, y que al ser atrapados adquirieron naturaleza de minicuentos, en una
tarea explorativa que yo he extendido en El libro de la imaginación.
Tal vez podría determinarse el año de 1917 como el de
la fundación del cuento brevísimo moderno en México y demás países de
Latinoamérica, con uno, titulado A Circe, primer texto con que se
abre un libro entonces de insospechadas radiaciones e influencias, Ensayos
y poemas, editado ese año y que le daría celebridad a largo plazo al
cuento y su entonces joven autor, el mexicano Julio Torri, que frisaba entonces
en los 28 años.
Hay cierto consenso en que esa mínima prosa es la
pequeña obra maestra suya, pues en mucho contiene su estilo conciso, irónico,
malicioso, de elaborada exactitud idiomática. Texto que con otros de su libro Ensayos
y poemas influirán primero, induciendo a varios de sus contemporáneos a
forjarlos: Genaro Estrada, Carlos Díaz Dufóo, Mariano Silva y Aceves; más tarde
en Novo, que los colma maliciosamente, dejando varios felizmente antologables,
y de seguro en la serie que envuelve Tapioca Inn; de Francisco
Tario, comprimidos de grato humorismo y fantasía, y que prosiguen en sus
cuentos de fantasmas, “donde lo vivo y lo muerto juegan alegre y
despreocupadamente”, y luego en la generación que por los años cincuenta lo
redescubre, lo revaloriza con mas atenta mirada crítica, suscitándose con
“Circe”, una secuencia dedicada a Ulises, que tramarán en un contrapunto de
juguetonas versiones, el español Agustí Bartra y los mexicanos Salvador
Elizondo y Marco Antonio Campos, entre otros más aquí y en países
sudamericanos.
Pero la repercusión de Torri actúa particularmente
en el caso excepcional de Juan José Arreola, quien burilará milagrosos textos y
cuentos en los que corretean graciosas socarronerías y un incisivo y mortal
aire irónico, en una operación de magnánimo y variado ingenio, para convertirse
en uno de los grandes alborozos de nuestra literatura, o quizás en su gran
alborozo. La obra de Arreola influye a su vez incalculablemente en la
generación de los años cincuenta y más allá, y la que debido a esa activación,
revaloriza a Torri y se nutre de sus enseñanzas idiomáticas y del ejemplo de
que en sus textos “ninguna palabra estuvo de más”.
En este vistazo a otras expresiones de la ficción
breve del siglo XX, recurriendo a la memoria, Franz Kafka elabora maestrías de
mínima medida en las que reaparecen los temas profundos de sus novelas,
artefactos explosivos para detonar angustias y conflictos del destino humano. Y
Ambrose Bierce, cabecilla de lo corrosivo, de la sátira fulminante sobre la
condición humana a la que desnuda con pinzas de acero escéptico. Hay que
mencionar a un cuantioso creador de ellas, Ramón Gómez dela Serna, quien en su
libro Caprichos forja unas doscientas, entre las cuales, si no todas, las hay
magníficas y logradas. Que yo sepa, ningún otro escritor en nuestro idioma ha
intentado tantas.
Jules Renard es gran maestro de minificciones, muy
pródigo en ocuparse de personajes y detalles de su Francia rural, en textos
irónicos, y quien llega a una especie de hai-kú en prosa, al dar aguda y
personal visión del mundo animal. Entre otros franceses, está Max Jacob, que
las despliega en su Cornet à dès, con intención más bien poética
y, en primera línea, Henry Michaux, portentoso fabulador de textos breves, con
los que urde países, ciudades y personajes insólitos, como se ha dicho, nacidos
de una riquísima imaginación, de la experiencia onírica o del influjo de la
droga, en libros de inventiva fascinante. En Michaux es muy posible que Julio
Cortázar encontrara la veta para sus cronopios y famas e Italo Calvino la
fuente para establecer sus ciudades invisibles, seductora geografía imaginaria.
Jean Cocteau, muy versátil, nos ha dejado miniaturas de singulares efectos,
porque parecen la trampa de un prestidigitador.
Quizás el juego entre sueño y realidad, muy chino,
se contemporiza con Borges, autor de minificciones ejemplares con alusiones a
animales ficticios, para que se repita soberbiamente ese artificio inalcanzable
que había de multiplicarse. Entre más escritores argentinos, numerosos, que
frecuentan tal zona literaria, Enrique Anderson Imbert es diestro y feraz en
maquinar múltiples minificciones, en tanto que Marco Denevi atina incansablemente
en reversiones anti-históricas. Anoto de él un libro delicioso, Falsificaciones,
por su ingenio en reinvenciones relampagueantes, así como Héctor Sandro, de los
más notables en el arte conciso, Y entre otros mencionables, a Ana María Shúa y
a Rodolfo Modern, que en un libro aparentemente chino, logra válidas réplicas a
versiones de clásicos chinos.
Entre los españoles, A. F. Molina, con sus libros Arando
en la madera y Dentro de un embudo, realiza travesuras de
desenfrenado humor negro, en tanto que Alfonso Ibarrola es creador de textos de
un extraordinario humorismo: su “La Aventura” es una de las mejores brevedades,
en esa tesitura, definitivamente antológica. El chileno Alfonso Alcalde, en Epifanía
cruda, agrupa una serie inaudita de comprimidos, con impecable factura
en la línea de lo absurdo y del humor negro, y que él mismo considera señales
de humo, parpadeos de la memoria, hitos de la imaginación, contraseñas o
borradores de historias que se quedan debajo de la lengua, entre dientes; o que
son cuentos tan efímeros como el hipo, pero el verdadero, eso sí, puntualiza.
Otro latinoamericano, el salvadoreño Álvaro Menén Desleal, es de los más
consignables, así como su compatriota Ricardo Lindo. En la ciencia ficción
mínima, el francés Jaques Stemberg y el belga Pierre Versins tienen textos
memorables, porque condensan en ellos historias anticipadoras de lo que podrá
acaecer a los terrícolas en siglos futuros, ya cuando entren en colisión con
habitantes de otros planetas o cuando se cumpla totalmente su extinción.
Y para no extenderme más, así deje pendientes otras
referencias que confirman el auge y la proliferación del género, paso al vuelo
sobre autores mexicanos recientes. Perito en la concisión, uno de los mas
notables ingenios de la sátira y la fábula en el siglo XX, Augusto Monterroso,
apastilla textos de los que destilan burlas, de finísima gracia, y que resultan
ejemplario, colmadamente divertido, de las debilidades o de las estupideces
humanas. Donoso, juguetón, pero implacable e inflexible, de él dijo José
Alvarado: “Augusto Monterroso es uno de los más lúcidos, misteriosos y sutiles
prosistas en el castellano de hoy. Pedante fuera señalas su vago parentesco con
Borges, Arreola, Marcel Schowb, Jules Renard, algunos ingleses y el mismo
Azorín y, también la vertiente original de su expresión”. Cito de salida unos
cuantos nombres más de los que sobresalen aquí en la minificción: José de la
Colina, René Avilés Fabila, Felipe Garrido, Agustín Monsreal, Otto Raúl
González, Olga Harmony, Leopoldo Borrás y Roberto Bañuelas, cantante de ópera
que se da tiempo y afición constantes para preparar cápsulas de ingenio, varias
de ellas perdurables por la agudeza con que las concentra y remata.
Digamos por último que la minificción es la gracia
de la literatura.
Apareció
en El Cuento, Revista de
Imaginación. No. 119-120 Julio-Diciembre 1991.
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