Edmundo Valadés: Enigmas. Homenaje a Valadés 3/3
LA INCRÉDULA
Sin mujer
a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un
sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan
pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el
canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa
benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorpresa y agotada
excusa, que ya lo había hecho.
—Lo sé —respondió—, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizá ya innecesaria.
—Lo sé —respondió—, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizá ya innecesaria.
ENIGMA
En el sueño, fascinado por la
pesadilla, me vi alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen.
Un instante, el único instante que
podía cambiar mi designio y con él mi destino y el de otro ser, mi libertad y
su muerte, su vida y mi esclavitud, la pesadilla se frustró y estuve despierto.
Al verme alzando el puñal sobre el
objeto de mi crimen, comprendí que no era un sueño volver a decidir entre la
vida o mi libertad, entre su muerte o mi esclavitud.
Cerré los ojos y asesté el golpe.
¿Son preso de mi crimen o víctima de
un sueño?
MEMORIA
Cuando alguien muere, sus recuerdos y
experiencias son concentrados en una colosal computadora, instalada en un
planeta invisible. Allí queda la historia íntima de cada ser humano, para
propósitos que no se pueden revelar.
Enfermo de curiosidad, el diablo ronda alrededor de ese planeta.
Enfermo de curiosidad, el diablo ronda alrededor de ese planeta.
LA MARIONETA
El marionetista, ebrio, se tambalea
mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada,
no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos
y esguinces, trastabillea sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias
de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última
y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo.
La marioneta —un payaso en cuyo
rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita— ha
observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos
parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama
de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.
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