La llave dorada de Carlos Almira
LA GENTE PEQUEÑA
Cuando cae la noche, el pueblo de x. se llena de la gente pequeña.
Aunque nunca la he visto he oído muchas historias. X. que de día es un lugar
triste y corriente, cobra entonces una vida y una animación especial. Algunos
aseguran que la gente pequeña se limita a repetir nuestra vida diurna, pero con
una connotación distinta; otros, que plantan carpas y pabellones y celebran
ferias inverosímiles. Hay quien sostiene
que, en realidad, la gente pequeña es una réplica exacta de los
habitantes de x, con la particularidad de que cuando su doble vivo muere, ellos
dejan sencillamente de envejecer; quienes sostienen la teoría fantástica, están
convencidos por su parte de que la gente pequeña son animales de los
alrededores: pájaros, peces, incluso perros, que al caer la noche adoptan una
forma humana. Sea como fuere, al anochecer el pueblo de x. se llena de la gente
pequeña: antes de dormirme me los imagino trajinando, envueltos en sus gabanes,
por las calles desiertas, barridas por el viento, y me entran unas ganas irreprimibles
de dar la luz y mirarme las manos.
EL TESTIGO
No me importa que no me saluden, incluso prefiero que no lo hagan. A
fuerza de sigilo, he logrado volverme prácticamente invisible. Sólo el gato
levanta las orejas y contiene un brillo inquieto y malévolo en los ojos. Él es
el único testigo de mis andanzas. Por lo demás, no me preocupa lo que puedan
pensar los otros. Es la palabra del gato contra la mía. Y el animal es listo, y
sabe que si insiste en maullar, en erizarse de lomos, le darán una patada y lo
echarán a la escalera. Y luego cerrarán la puerta que él no puede
traspasar.
LA CABEZA DEL DRAGÓN
De pequeño yo había jugado muchas veces con el dragón, a encaramarme en
su cabeza hirsuta de escamas y espolones. Me daban un poco de miedo sus ojos
(por juzgarlos insomnes) pero aprendí a no mirarlos, como se hace con el sol.
Estando una noche solo en la Plaza de las Ejecuciones, me deslicé hasta él y
pegué la oreja a su cabeza, emblema de la infelicidad; contuve el aliento y oí,
primero como un fragor de tempestad que se diluía y atronaba, ya acercándose ya
alejándose, aparejándose al rumor de una resaca de guijarros; luego oí como
palabras articuladas en un idioma muerto o balbuceadas en un sueño; y como el
retumbar de los cascos de miles de caballos trabados en una batalla antigua;
por último, lo que debía ser el aire tal y como quizás silbaba antaño allá
arriba, feliz entre las cometas. Cuando me aparté estábamos llorando uno en
brazos del otro; volví a encaramarme a mi patíbulo, en la maciza oscuridad de
la plaza.
Carlos Almira. La Llave Dorada. Madrid:
Talentura, 2014
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