Ganadores del Tercer Concurso Regional de Minicuento Zona Caribe “Andrés Elías Flórez Brum” 2010.

El jurado, integrado por Ariel Castillo Mier, Andrés Elías Flórez Brum y John Jairo Junieles, decidió por unanimidad otorgar los siguientes premios:
Primer Premio: Carlos Adolfo De la Hoz Albor (Soledad Atlántico)
Segundo Premio: Ignacio Eduardo Verbel Vergara (Tolú, Sucre)
Tercer Premio: Santiago Enrique Jiménez Trespalacios (Unión, Sucre)
Convoca: Universidad de Córdoba. Montería. Colombia
Organiza: Grupo de Investigación en Literatura del Caribe (GILC)
Director: Rubén Darío Otálvaro Sepúlveda







PRIMER PREMIO: CARLOS ADOLFO DE LA HOZ ALBOR

LA OTRA ACERA
Para contrariar la costumbre, nuestros gobernantes han decidido que las calles de esta ciudad no tengan más que una acera. De manera que, invariablemente, tendremos que desplazarnos siempre por el mismo lado.
Se podría esperar que dicha medida provocara grandes escándalos y que suscitara uno que otro levantamiento entre nuestros conciudadanos, pero no ha sido así. Con buen ánimo, cada uno de nosotros ha sabido habituarse a la particularidad de estas calles.
Como una muestra cabal de nuestro respeto por las leyes (se equivoca quien hable de sumisión), hemos comenzado por suprimir ese ligero movimiento de levantar la mano y saludar a quien camina en frente.
Con el correr del tiempo y llegado el momento de escribir la historia, no habrá quien recuerde que un día, todos a una, acordamos de buena gana suprimir también ese brazo que nunca más volveríamos a levantar. Después de todo, no era más que una extremidad inútil que ya no tenía cabida en el paisaje de nuestra amada ciudad.

DEL DICTADOR QUE PROHIBIÓ LAS PALABRAS
…y después de haber tomado aquella terminante decisión, congruente con su papel de forjador de una “remozada” república, se paseó por las tranquilas y abandonadas calles de las ciudades del país que estaba ayudando a edificar y comenzó a admirar con embeleso el silencio absoluto que reinaba en ellas, tras lo cual soñó que pasaba a la Historia que se escribe con mayúscula como un grande benefactor; pero que, caída la noche en la suntuosa casa presidencial, ciego de rabia y de celos, previa colocación del silenciador a su pistola de grueso calibre, se pegó un tiro en la sien al sentir que su mujer había dejado de amarle, pues ya se le hacían muchas e insoportables las noches en que la Primera Dama se entregaba sin musitar a sus oídos siquiera una tímida, una dulce palabra de amor que le ayudara a apretar un poco el lazo que, dicen, le mantiene a uno atado a la vida.

FINAL PARA UNA CONOCIDA HISTORIA DE AMOR
A Rubén Blades, por supuesto
El trompetista de la vecindad sigue viviendo en un cuarto chiquito, con muy pocos muebles. Pero ahora está viejo, triste, lleno de melancolía y terriblemente solo, pues Ligia Helena, la cándida niña de la sociedad con la que un día se fugó (como lo hacen los personajes de las grandes historias de amor), murió al poco tiempo a causa de una innombrable enfermedad, sin que el afán de su padre por buscarla ni los lamentos de su madre preguntándose en dónde habían fallado hubieran cesado ni un solo instante.
Amargamente se escurren los días en aquel cuartito, mientras él yace postrado en una herrumbrosa y chirriante cama, en un estado de decrepitud tan lamentable que sería iluso de su parte esperar que una sola de sus notas (la más sublime, digamos) logre despertar algún suspiro de amor, ni siquiera en la más ingenua de las niñas que habitan las mansiones lujosas de la sociedad.
Aun así, él es el héroe de esta historia.

SEGUNDO PREMIO: IGNACIO EDUARDO VERBEL VERGARA


DIOS ESTÁ EN LA LUZ.
“Dios está en la luz”, pensó mientras masticaba una dulce porción de guayaba y disfrutaba de las últimas ondulaciones del sol entre los nísperos y tamarindos del patio. Una brisa caribeña olorosa a peces y a melcochas, le besó el rostro. “Dios está en la luz, ¡carajo!”, volvió a pensar y sintió que la pulpa que masticaba se transformaba en líquido feliz que bajaba por su garganta, en busca del caudal del estómago. “Dios está en la luz y horada las tinieblas del mundo”, se dijo, y experimentó un genuino orgullo por haber confeccionado aquella oración que le pareció profunda y poética. Por ello, apenas si sintió el ramalazo en el cerebro y el estallido de átomos en todo el cuerpo. Cuando lo encontraron tirado sobre los hierbajos del patio, un líquido rosado y dulzón resbalaba por la comisura de los labios. Pero tenía el rostro feliz, iluminado.

MURIÓ CIRIACO.
Murió Ciriaco.
No lo informaron los periódicos ni la radio ni la televisión ni la internet. Ni siquiera el pregonero del pueblo que siempre habla de todo, hasta de lo más fútil.
Murió Ciriaco.
Se quedó sin resuello al anochecer sobre su hamaca, vestido con su remendada camisa a cuadros rojizos y su pantalón de oscuro dril. Murió descalzo, pues antes de quedarse quieto se quitó las abarcas empolvadas, arregladas con alambres y viejos trozos de látigo. Murió con la gorra puesta, una gorra que no se quitaba ni para dormir, que usaba desde hacía lustros y de la que ya no se sabía el color original, apelmazada de tierra, sudor y viento.
Murió Ciriaco, el loco más loco del pueblo. El que cantaba en las esquinas canciones de desvarío a cambio de un pan o una moneda. El que le hacía los mandados a los pobres. El que en épocas de sequía conseguía burros y barriles y acarreaba agua desde distantes estanques hasta las casas de quienes le daban un plato de mazamorra o de sopa. El que se dejaba hacer bromas pesadas y rara vez protestaba. El que se enamoraba de las muchachas bonitas y perdía las calles donde ellas vivían pues le avergonzaba mirarlas a los ojos. El que se embelesaba en la placita viendo como los niños jugaban fútbol o beisbol. El mismo que en carnavales se disfrazaba de canario e imitaba con gracia los trinos de esta ave canora. El que lloraba más de tres días sentidamente cuando moría alguien de la comunidad.
Murió Ciriaco.
Hoy por la mañana lo enterramos. A su sepelio solo acudimos seis personas y cuando abrimos el ataúd para verlo por última vez, Ciriaco sonreía, como un pajarito, como un lirio de los caminos.

INVOCACIONES DE AMNÓN TRES DÍAS ANTES DE DESGRACIAR A TAMAR
Hermana, tu mirada seductora me quita el sueño. Sudo desconsolado y me siento miserable por no poder gozar de tus formas maravillosas. No puedo ignorar el jardín florido de tus senos ni el espléndido universo de tu pubis.
¿Cómo sustraerme de tus muslos espléndidos, blancos como la fina loza que llega desde Oriente, duros cual pedernal, festivos como peces? Desde las ventanas de mi aposento miro hacia el jardín y allí estás, sublime entre las gasas que te cubren. Lúbrica y angelical al tiempo. Tus finas manos se deslizan por la corola de un jazmín y yo presiento la suavidad de tu tacto. Ríes ante el vuelo tembloroso de un colibrí que, osado llega frente a ti y liba una rosa pletórica de miel y de rocío. Ríes, y tus labios carnosos y rojos se despliegan. ¿Qué no daría yo por besarlos? ¿Qué no haría? No me importaría quebrantar los dictados de David el Rey, nuestro padre, ni los necios convencionalismos sociales. No importa que después Absalón me victimice. ¿Por qué tengo que amarte fraternalmente? ¿Por qué tengo que privarme de tus caricias amatorias? ¿Por qué no podemos yacer entre las sábanas, fundidos por el deseo, en el más loco festín carnal de que se tenga noticia?
Tamar, estoy enfermo y triste. Si vinieras a verme. Si me cuidaras. Si pudiera tener yo el privilegio de besar tu piel, de hundirme apasionado entre tus muslos. Ven, hermana cruel. No evadas esta pasión que te hará vibrar de complacencia. Ven, deslízate entre el viento y cocina para mí, dame de beber. Quiero todo lo que venga de tus manos, todo lo que hayas mirado.
Ven, Tamar. No ignores mis ruegos. Ven y quítame esta sed de ti, esta ansia de tu visible lujuria, esta agonía que me desangra. Ven, aunque nos maldiga Jehová, aunque después nos acuchille la culpa. Aunque el dolor nos despedace. Ven, aunque te mueras….

TERCER PREMIO: SANTIAGO ENRIQUE JIMÉNEZ TRESPALACIOS

MONÓLOGO DE PENÉLOPE DESPUÉS DE LA MATANZA DE LOS PRETENDIENTES
Ahora que la tragedia está consumada, puedo hablar con la verdad. Ante la memoria de los hombres, yo pasaré —de eso no me cabe la menor duda— como el arquetipo de la mujer fiel y abnegada. Los aedas cantarán, junto con las hazañas del ingenioso Odiseo, las virtudes conyugales de su esposa, la reina de Ítaca. Pero los rapsodas nunca entenderán las motivaciones secretas que anidan en el corazón de una mujer liberada, así fuera a contratiempo, de la tiranía soterrada del páter familias. ¡Si ya Telémaco, mi hijo, nada más entrar en la edad viril y haber convocado por primera vez al ágora, se daba el lujo, en ausencia de su padre, de mandarme a callar y conminarme a ocupar mi sitio, es decir, el telar donde transcurrían mis días monótonos, por muy reina que fuera!
Que se sepa de una vez: No me mantuve intocada durante veinte años para guardar la honra de un hombre soberbio, como todos los protegidos de los dioses. Lo hice para sentirme dueña de mi propio destino, ejerciendo sobre mis pretendientes el más absoluto de los poderes: la esclavitud de la seducción sin la esperanza de la conquista. Pues, decidme, ¿qué mujer no se siente colmada hasta la más recóndita de sus fibras al saberse deseada por más de un centenar de príncipes, prestos a arrojarse de cabeza al más profundo de los precipicios, con la sola recompensa anticipada de yacer una noche con ella? Lo admito: he sentido la embriaguez que depara el oficiar de juez de los demás. Odiseo lo vivió en carne propia, cuando lo interrogué acerca de su identidad. Él, el insuperable fraguador de estratagemas, conoció por primera vez el escozor de la suspicacia. Yo, en cambio, nunca le revelaré mi secreto. Hasta el último de su vida, vivirá convencido de que fue Argos (el fiel y decrépito sabueso, que murió de alegría al ver a su dueño) la única criatura que lo reconoció al instante. Ignora que, tan pronto divisé al fingido mendigo que se dirigía al banquete de los pretendientes, columbré que, detrás de ese zarrapastroso, se ocultaba el destructor de Troya. He ahí mi más preciada conquista: haber doblegado el orgullo de los hombres poderosos. Trofeo más valioso que los despojos sangrientos tras los cuales se desviven los guerreros nobles, con el fin de ganarse un nombre para la posteridad.

PREFIGURACIÓN DEL NUEVO GÉNESIS
Todos sabemos que el Padre Eterno creó de la Nada este valle de lágrimas en seis días de Su tiempo y descansó (así consta en las Escrituras) en el séptimo. Pero no está al alcance de nuestro entendimiento ni siquiera intuir cuándo será el final del séptimo día. Pues, ¿qué facultad puede asistirnos a nosotros, insignificantes marionetas de la Creación (el dictamen es de Homero, o, más exactamente, de Zeus) para adentrarnos en los designios de la Providencia?
Sólo nos queda el recurso de la imaginación figurativa para tratar de vislumbrar el nuevo Génesis.
En el final de los tiempos, el Padre Eterno, ya reposado (pero, ¿no será tabú insinuar esta idea?), abarcará con Su mirada ubicua que escruta en una milésima de segundo todas las cosas al derecho y al revés, y se detendrá por un instante —un instante cósmico, recuerden, que equivale a siglos de avatares humanos— en Su última Hechura, esa criatura impredecible, capaz de todos los extremos, en su afán de asemejarse a Él. Acaso entonces (pero es sólo una conjetura herética), en Su rostro resplandeciente tal vez se dibuje una sonrisa de satisfacción, mientras se acaricia Su longuísima barba blanca (es la imagen que nos ha transmitido la iconografía sagrada), antes de tomar Su decisión inapelable. En el entretanto, y de manera casi imperceptible, el Padre Eterno moverá la tercera falange de Su dedo meñique, y los elementos se desordenarán y el cosmos se desintegrará en la Nada, que estará dispuesta nuevamente para dar a luz un nuevo Génesis, al conjuro del Verbo.

SANGRE EN EL PAVIMENTO
La muerte fue más veloz que sus piernas. En el último instante, cuando lo único que importaba era devorar espacios a la velocidad del miedo, él perdió la partida. Una bala sedienta de sangre inocente lo escogió entre la multitud de manifestantes despavoridos que huíamos en desbandada, y le robó la vida por la espalda, dejándolo tendido sobre el duro cemento. Con él cayeron sus sueños adolescentes, las hojas sueltas con sus poemas iniciales, y sus cuadernos huérfanos.
Al otro día lo buscamos en los periódicos, porque intuíamos que era la única parte en que podríamos abrigar la ilusión de verlo vivo. Ahí estaba él, en primera página, sin los estragos irremediables del plomo en su cuerpo de atleta, con sus cabellos ensortijados y su piel morena diluida en una fotografía de carnet, y esa mirada ausente de soñador insomne. Sólo después de mirarlo muchas veces, hasta hacernos a la idea definitiva de que ya no estaría más entre nosotros, nos dimos cuenta de la verdad desfigurada: “Muerto un estudiante”, decía, en letras grandes, el titular. Y el antetítulo en cursiva: “Al intentar desarmar a un policía”.

1 comentarios:

Adalberto Deulofeut Prado | 28 de junio de 2010, 16:45

Felicitaciones a esta trilogía de escritores que mantienen vigente la tradición del cuento...

Saludos,

Adalberto Deulofeut Prado

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