Largo adiós al microrrelato. Orlando Romano

En junio de 2006, durante la cena de cierre del Encuentro de Microficción en Buenos Aires, alguien me decía (orgulloso) que los microcuentistas éramos una raza distinta, porque todos éramos amigos y nos apreciábamos, cosa que no existía en otros géneros literarios. Esta persona tenía razón, y yo me sentí feliz de pertenecer.
El tiempo pasó (porque tiene esa costumbre), y el elenco de microrrelatistas creció hasta límites inimaginables. Hoy en día es difícil no encontrar a alguien que no escriba microficción. En Latinoamérica, semana a semana, mes a mes, se llevan a cabo todo tipo de congresos, mesas de lecturas, presentaciones de libros, concursos (absurdos en su mayoría) y muchos etcéteras. Yo quiero tener un millón de amigos, no se cansa de cantar Roberto Carlos. Sospecho que los microrrelatistas están muy cerca de cumplir con el mandato de la archiconocida canción.
¿Por qué ha pasado esto? Un fenómeno tan masivo quizás debería ser materia para psicólogos y sociólogos. ¿Por qué estas personas no escriben novelas o ensayos? Pienso, y tal vez me equivoco, que el cultor de textos brevísimos necesita (como el agua y el aire) de la aprobación permanente, de la palmada en la espalda, de los aplausos diarios (publican frenéticamente en blog, páginas web, redes sociales). El novelista, en cambio, es como un trapecista sin red, intenta su número sabiendo que puede caer y salir lastimado. Al microrrelatista, por su parte, me lo imagino vestido de payaso, sujeto por la cintura con cuerdas seguras, caminando por una cuerda floja que no representa el menor peligro (abajo sí está la red salvadora, por si fuese poco). Si no cae obtendrá los aplausos, y si resbala y se desmorona también.
Entonces, ¿cuál es el arte verdadero? Imagino la cara del trapecista sin red, viendo cómo el payaso se lleva los mayores aplausos. Él, que durante años entrenó tanto, se esforzó tanto, que ha tratado de imitar a los mejores, se sentirá indignado. Pero no puede manifestarle su malestar al dueño del circo, no puede compartir con nadie su sentimiento de injusticia, porque lo tomarán por soberbio, o por envidioso. Le quedan pocas cosas por hacer: bajar la cabeza y aceptar que se celebre la mediocridad de otro, disfrazarse él también de payaso, o abandonar el circo.
Dejemos descansar al trapecista y volvamos sobre los cultores de la brevedad extrema. Son cientos, son miles, siguen reproduciéndose como conejos (sin tener el encanto de Bugs Bunny). ¿Es arte aquello que puede ser llevado a cabo por tanta gente? Una pregunta que no sé o no quiero responderme. ¿Acaso el arte no implica un mínimo de dificultad para lograr algo bello o conmovedor? Yo lo entendía así, pero lo que pude observar a lo largo de estos últimos años es que todos los microrrelatos parecen ser buenos, porque se los aplaude en los congresos, porque reciben comentarios favorables en redes sociales, en blogs y páginas web. No sé si a alguien más le ocurrió lo mismo, pero algunas veces he sucumbido ante la presión que da la amistad, y tuve que tildar de excelente algún texto que me parecía horroroso. Me niego a hacerlo nuevamente, por respeto a lo que yo considero arte, y más aún por respeto a lo que yo considero amistad.
En mi primer libro de microrrelatos escribí que la creación de historias breves representaba para mí un juego, el juego más divertido, SERIO y apasionante de los que me había tocado participar en toda mi vida. Había leído y releído a los más grandes cultores del género, y soñaba con escribir historias así. Fue emocionante conocer en persona a Brasca, a Shua, a Lagmanovich, y disfrutar de su cercanía y amistad. Ídolos a imitar. Trabajadores de la palabra en estado puro. Ejemplos a seguir. Me recuerdo tirando cientos de textos a la basura. Me recuerdo en un café de la plaza Congreso, enojado conmigo por no poder encontrar un final mejor para un micro. Me recuerdo escribiendo cinco versiones distintas de un mismo tema, para finalmente desechar todas. No hubo juego más divertido, ni más complejo, ni más atrapante. Un juego en el que la única regla era exigirse al máximo para contar la mejor historia posible, la mejor de todos los tiempos (aún sabiendo que era imposible). Intentarlo. Hoy es un juego en el que la presencia de tantos participantes me marea y me aturde, donde las reglas no son claras (quizás no las hay), donde todos se creen Maradona con la diez en la espalda (y de hecho lo son). Un juego donde no hay exigencias de ningún tipo, donde no hace falta transpirar la camiseta, donde el triunfo (los aplausos) es seguro.
En unos años más, todo el planeta será el escenario de este juego. Estaremos rodeados de artistas-jugadores, todos dignos de respeto. ¿Habrá lectores para todos? ¿Se leerán entre ellos y con eso bastará? Desganado, aburrido, estoy al borde del campo (a no confundir aburrimiento con desprecio). Me convenzo, no sin cierto pesar, de que nadie notará la falta de un participante más. Entre bostezos, parto en busca de otro juego, uno donde las posibilidades de fracasar sean elevadas. Si voy a fracasar, que sea en busca de una causa grande, y rodeado de unos pocos pero verdaderos amigos. Quizás el arte verdadero tenga que ver con eso: elegir un camino difícil, enfrentar los obstáculos, y al final escuchar el aplauso sincero del artista obstinado y soñador que llevamos dentro. Éxito o fracaso no importan demasiado cuando se ha entregado todo.
Tomado de: http://orlandoromano.blogspot.com/

2 comentarios:

Eduardo Albarracín | 8 de enero de 2012, 18:14

Me dejó pensando y profundamente. Quizá sea necesaria una revisión del género. Todos tenemos derecho a ecribir pero no por eso atentar contra el buen gusto y el arte, es verdad. Me sirvió de mucho este artículo. Voy a proponerme buscar la calidad aunque no escriba durante largo tiempo.

Pedro Sánchez Negreira | 9 de enero de 2012, 6:00

Se puede decir mucho al respecto de esta despedida del señor Romano y aún así no sacar nada en claro.

Me parece muy honesto su planteamiento, aunque a mi me parece que su problema está en el número de participantes en el juego. Porque, a mi modesto entender, encontrará los mismos vicios entre novelistas, ensayistas o poetas; solo que en menor cantidad, porque hay menos.

En cualquier caso le deseo suerte. En esta vida, de lo que se trata el gran juego, es de ser feliz.

Le echaremos de menos.

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