Minificciones de Jorge Jaramillo Villarruel
Jorge Jaramillo Villarruel (México) http://theconcreteunderground.blogspot.mx/#!/
Nació en Ciudad de México en 1980 y piensa que escribir sobre sí mismo en tercera persona, es una forma de perversión (es freudiano). Ha publicado cuentos, crónicas y ensayos en las revistas El Búho y Embogazine, en el periódico Expreso de Sonora (donde fue finalista del Rodeo de Palabras 2007), en las revistas electrónicas Narrativas y transeuntes, y en la página de fantasía y ciencia ficción Axxón. Colaboró en la Antología mexicana del zombie, y en el Homenaje a Lovecraft, ambos editados por El Under. Fue segundo lugar en el XIV Concurso Internacional de Cuento Navideño, Súbito, Breve y Electrónico (2011) de editorial Ficticia. Vive irremediablemente enamorado de Elena Garro y su obra. Y de Eve Gil. Y de la leyenda de Rimbaud.Un fantasma eléctrico
En una calle del centro, llena de basura, humana y de plástico, me hallé a un fantasma. Delgado, eléctrico y centellante, tenía la cabellera alborotada y los ojos hundidos sobre el cráneo transparente. Portaba descuidadamente una camiseta de algodón blanca con la leyenda: I♥Tarahumara, y sus zapatos estaban sucios. Le pregunté que venía a hacer a México.
—Me han expulsado de todas partes —dijo—. Ahora estoy aquí en busca de mi esperanza, ¿las has visto?
Fue para A. Artaud
Perros
En la ciudad vivían siete perros. Algunas tardes andaban juntos olisqueando la basura, y algunas noches lloraban solitarios al cielo. Tras los bombardeos, los perros caminaban en grupo todo el tiempo, mirando el camino que los sacaría de ahí. Uno de ellos se acercó a su dueño y lo besó en el rostro, mas su dueño no se movió. El perro chilló tristemente y se echó a un lado, esperando a que el viejo despertara y le acariciara la cabeza. Los otros perros se alejaron sin volver la mirada atrás. En la plaza de la ciudad había una estatua de un héroe. El segundo de los perros se detuvo frente a ella, mirándola con temor reverencial, y comenzó a aullar con respeto. Los otros perros se alejaron. En el arco que indicaba la salida de la ciudad, un solado mató con su rifle al tercero de los perros. Al principio el perro lloraba, pero un par de horas después, dejó de sentir para siempre. Los otros perros se habían alejado corriendo, con las lenguas colgando a un lado del hocico. La noche era cada vez más fría, el cuarto perro comenzó a extrañar el lecho caliente donde dormía detrás del restaurante. Corrió a las llamas más próximas y murió achicharrado; los otros perros, horrorizados, contemplaban la escena, impotentes. Se echaron a dormir juntos para darse calor. Dos perros se levantaron y se marcharon, el quinto estaba congelado. Los dos perros solitarios sentían preocupación, y caminaban lentamente y en silencio. El sexto perro percibió el aroma de la carne y corrió y desapareció bajo el peso de un tanque. El último perro ni siquiera existía.
La máquina expendedora de libros
Estaba ahí, negra y orgullosa, como una máquina de refrescos.“Deposite una moneda de $10 y reciba un libro”. Pero no decía qué libro. Pensé en colocar mis diez pesos, pero entonces se me ocurrió que podría estar comprando un maldito libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, que mi curiosidad ayudaría a que ese villano siguiera escribiendo libros para el control mental de las masas, y di la vuelta decidido a irme a otra parte.
¿Y si me diera un libro de Shakespeare o de Rulfo o de Kafka o de Mishima? No creo que un libro de ésos cueste diez pesos, pero la máquina tenía el logo del gobierno, así que podría tratarse de un programa para fomentar la lectura entre los habitantes de la ciudad. Aunque también podría ser un engaño para hacer crecer más la billetera de Poniatowska y de los dueños del nombre Monsiváis. En tal caso, se debería fomentar el leer menos.
No sabía qué hacer, todo era tan confuso, tan extraño. Una jodida máquina expendedora de libros en una calle vacía de una colonia popular. O tal vez se trataba de una broma, quizá de una instalación de algún artista de clase media sin talento. O quizá era real, quizá sí se trataba de una maldita máquina expendedora de libros.
Revisé mis bolsillos. Sí, traía una moneda de diez pesos. Podría depositarla y saciar mi curiosidad, pero entonces tendría que caminar de vuelta a casa. Y si me saliera un libro de Paulo Coelho o de Guadalupe Loaeza, no sé de qué sería capaz. Pero también podría haber algo valioso ahí dentro. Sólo había una forma de resolver aquel dilema: deposité mis únicos diez pesos en la ranura de la máquina, presioné el botón, escuché unos ruidos en el interior de la máquina, sonidos de mecanismos que despiertan de su letargo y se ponen a trabajar, y después la máquina regresó a su sueño tranquilo, sin darme nada.
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