Quimeras de Cecilia Eudave
Cecilia Eudave (México, 1968). Narradora y ensayista. Ha publicado
varias novelas, ensayos y libros infantiles. Entre sus libros de cuentos
destacan: Técnicamente humanos (1996), Invenciones enfermas (1997),
Registro de Imposibles (2000), Países Inexistentes (2004), Sirenas
de Mercurio (2007) y Técnicamente humanos y Otras historias extraviadas
(2010). VR
LO INESTABLE
Cuando te
levantas por la mañana lo único seguro que tienes es el rostro. Ni tu nombre
sabes, ni tu nuevo oficio, profesión u ocio. Sales de la casa donde dormiste, o
desayunas con quienes en esos momentos son tus hijos, pero para el día
siguiente, quizá no poseerás ni mujer ni niños, ni perro ni casa. El otro día
se convierte siempre en un estrepitoso escalofrío, pues ya no tienes a los
mismos amigos ni al mismo jefe. Ya no te llaman por el nombre de ayer ni eres
indispensable para quienes el día anterior te amaban. Así es vivir en Tabi, un
constante renacer en el mismo cuerpo que también cambia porque te haces viejo
y, al final de la jornada, ni siquiera sabes qué idioma hablarás ni en qué
región de este viajero país vas a habitar. El único norte, aquí, es un río, que
por un motivo desconocido, siempre divide en dos el territorio.
Sólo existe una ventaja para los tabianos: no viven de recuerdos...
LA MASCOTA IMAGINARIA
Sólo existe una ventaja para los tabianos: no viven de recuerdos...
LA MASCOTA IMAGINARIA
Mientras miraba
el color particular de las jacarandas y tomaba mi te me vino de inmediato un
recuerdo triste, estremecedor: mi primera mascota. No es que e sta fuera
malvada o agresiva, todo lo contrario, era una criatura dulce, delicada y
extremadamente inteligente --ella me enseñó a leer--, con un cuerpo esbelto de
color jacaranda, tan delgada que podía pasar por separador de libro. Fue mi
mejor amiga, iba conmigo a todas partes, dormía en la cama, paseaba en el
bolso, jugaba mis juegos, me arrullaba de noche. Ella siempre vigiló los sueños
y mientras estuvo a mi lado jamás oso pesadilla alguna aterrizar en mi cabeza.
Yo hablaba de ella todo el tiempo y explicaba sus maravillosas cualidades, sobre todo cómo con sus finísimas manos de dedos largos golpeaba el libro cuando me equivocaba en la lectura, o lanzaba un gritito agudo pero delicioso en caso de que invirtiera o cambiara una palabra. Era genial, pero insistían en que era imaginaria.
Nadie quería conocerla, todos o se reían de mí o me miraban raro, y para colmo comenzaron a insultarme. Al principio no me importó, pero con el tiempo me irritaron sus comentarios, era ya la loca que hablaba sola. Entonces pasó lo que tenía que pasar, me enfadé con mi mascota: «¿por qué eres imaginaria?», le recriminé, mientras ella me observaba con sus enormes ojos verdes. Luego creo que se deslizó hasta un libro e insistió agitando su cola de lagartija para que lo leyéramos juntas. Sobra decir que me encolericé al verla tan quitada de la pena y yo sufriendo enormidades por su culpa. Así, la tomé con violencia y la metí en una cajita metálica, misma que refundí en lo más profundo de mi clóset. Salí corriendo de mi habitación y no volví hasta la noche.
Escuché su llanto, creo que tres días o diez noches, ya no sé: luego se convirtió aquello en gritos, después en lamentos cada vez más débiles y dolorosos. Yo me tapaba los oídos repitiéndome a mí misma: «es imaginaria, es imaginara» mientras sollozaba bajo las sábanas. Con el paso del tiempo cesó aquello y yo me fui olvidando del asunto. Hasta que años más tarde, estaría yo por partir a la universidad y haciendo limpieza de mi habitación, encontré la cajita en el fondo del armario. Un ligero escalofrío se coló por mi espalda, la abrí apresuradamente. Al ver ese minúsculo esqueleto blanquecino, arcaico como hoja de un viejo volumen de historia natural, comprendí de golpe la certeza que intenté ocultar bajo las sábanas: las peores crueldades siempre se cometen por creer tan ciegamente en la razón de los otros.
Yo hablaba de ella todo el tiempo y explicaba sus maravillosas cualidades, sobre todo cómo con sus finísimas manos de dedos largos golpeaba el libro cuando me equivocaba en la lectura, o lanzaba un gritito agudo pero delicioso en caso de que invirtiera o cambiara una palabra. Era genial, pero insistían en que era imaginaria.
Nadie quería conocerla, todos o se reían de mí o me miraban raro, y para colmo comenzaron a insultarme. Al principio no me importó, pero con el tiempo me irritaron sus comentarios, era ya la loca que hablaba sola. Entonces pasó lo que tenía que pasar, me enfadé con mi mascota: «¿por qué eres imaginaria?», le recriminé, mientras ella me observaba con sus enormes ojos verdes. Luego creo que se deslizó hasta un libro e insistió agitando su cola de lagartija para que lo leyéramos juntas. Sobra decir que me encolericé al verla tan quitada de la pena y yo sufriendo enormidades por su culpa. Así, la tomé con violencia y la metí en una cajita metálica, misma que refundí en lo más profundo de mi clóset. Salí corriendo de mi habitación y no volví hasta la noche.
Escuché su llanto, creo que tres días o diez noches, ya no sé: luego se convirtió aquello en gritos, después en lamentos cada vez más débiles y dolorosos. Yo me tapaba los oídos repitiéndome a mí misma: «es imaginaria, es imaginara» mientras sollozaba bajo las sábanas. Con el paso del tiempo cesó aquello y yo me fui olvidando del asunto. Hasta que años más tarde, estaría yo por partir a la universidad y haciendo limpieza de mi habitación, encontré la cajita en el fondo del armario. Un ligero escalofrío se coló por mi espalda, la abrí apresuradamente. Al ver ese minúsculo esqueleto blanquecino, arcaico como hoja de un viejo volumen de historia natural, comprendí de golpe la certeza que intenté ocultar bajo las sábanas: las peores crueldades siempre se cometen por creer tan ciegamente en la razón de los otros.
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