Tres de Víctor Carreño

Fotografía de Alexis Pérez-Luna

EL HOMBRE INTELIGENTE Cuando murieron sus padres, sus hermanos mayores se dispersaron y le dejaron a él la casa de la costa en donde ya no vivía nadie. Por aquel tiempo el puerto tenía ya una larga historia de ataques ocasionales de piratas e insurgentes, de tormentas y arquitectos que modificaban de cuando en cuando la geografía a su mal gusto. No tenía otro lugar donde vivir, y se consolaba yendo los fines de semana a las playas contaminadas a coger un poco de sol mientras leía sus libros. De lunes a viernes se paraba temprano para ir en bus a la capital, porque tenía que trabajar en una biblioteca pública. Regresaba en la noche muerto de cansancio a su casa, y a continuar su vida inteligente, haciéndose preguntas sin respuestas o escribiendo anotaciones indescifrables. Así de divertida era su vida, hasta que un día regresó al atardecer a su pueblo, y le dio por hurgar en los altos anaqueles de su biblioteca un libro que le obsesionaba. Estaba tan alto, que tuvo que subir como por una trepadora, cuando la biblioteca se tambaleó y se vino al suelo, y él quedó boca abajo con la biblioteca sobre la espalda, y seguramente con un fuerte dolor o fractura. No se sabe cuánto tiempo estuvo así, tal vez inconsciente. Recordó después que alguien lo había llevado a la cama, pero no tenía conciencia de lo que había pasado, aunque el dolor le sugería algo. Vio el rostro de una mujer cuya identidad desconocemos. Ella le mostraba la biblioteca, los libros por el suelo, pero él no entendía nada. Para él eran sólo objetos bonitos para jugar, como la pelota o los muñecos. La mujer insistía en un lenguaje que ya no entendía, pero que le hacía reír. Pasaron un rato en este plan hasta que se fastidiaron los dos y él sólo acertó a decir: “mamá”, “papá”, “hambre”. Ella cocinó una sopa y ambos almorzaron contentos. Ya no podía trabajar ni salir de la casa, porque los doctores no lo recomendaban a su alma de vidrio. Y así se pasó la vida riendo con los juguetes que tenía en sus anaqueles, y él y ella fueron muy felices hasta el fin de sus días. LA SONRISA DE SARA De tantos años errantes, amamos el desierto, es nuestra patria. Los días son duros, y no hay lugar fijo en él para nosotros. La existencia se limita a pastorear el ganado, recoger agua, hacer cerámica con arcilla, cuidar que nada falte a la tribu. Sabemos que las generaciones venideras no vivirán en nuestras mismas condiciones, serán más dichosos. Pero nosotros no los envidiamos. Nosotros acatamos la ley del desierto y el llamado de los dioses antiguos que exigen plegarias y sacrificios. A este acatamiento respondió Abraham, pastor de pueblos. Era un hombre de mucha fe, pasó los años en espera de un llamado que parecía desvanecerse en medio de los días iguales. Un día recibió la sorpresa de Sara, su compañera envejecida, que estaba embarazada. Abraham aceptó el hecho, y también las risas de la tribu. Sintió pena por su esposa, pero se alegró al saber que ella también sonrió. Tenía un alma muy sencilla, y era incapaz de penetrar en las intrigas humanas. Alumbró un hijo, a quien quisieron como una ofrenda casi imposible. Creció y Abraham recibió el llamado. Se despidió de su esposa diciendo que iban a caminar por el desierto, para instruirlo en los deberes de un hombre. Al llegar a un monte, Abraham recibió el mandato más terrible de su vida. Aquí lo que sabemos no es muy claro. El niño se salvó en un último momento, dicen algunos, pero otros cuentan un final diferente. Para Abraham no había llegado el momento más dramático hasta que pensó en la sonrisa de Sara al volver a casa, la eterna sonrisa que por primera vez se convertiría en dolor y en ira. El cielo de Abraham se nubló cuando dio a Sara la noticia. El grito de Sara fue tan desgarrador, que en el desierto todos guardaron silencio. Desmayada por el dolor, sólo a los días despertó, pero recordaba ya pocas cosas y apenas podía moverse por entre la árida costumbre de sus tareas. Su mirada se perdía en el desierto, pero a nadie reconocía. Una tarde creyó escuchar la voz de Isaac a lo lejos, que decía: “Mamá, venimos de sacrificar un cordero”. Y Sara se sintió feliz, pensando en el hijo que había concebido junto al hombre que amaba, una de esas largas noches de amor que no se olvidan. Y casi ya sin memoria ni sentido, Sara sonrió. Hay quienes lloraron al verla sonreír en su sufrimiento. Dicen de la dicha, sin embargo, que es una locura. Sara conoció la dicha y murió. EL DESEADO Había pensado hace muchos años en meterse a sacerdote. Sirvió como monaguillo en la iglesia de su pueblo, y fue su costumbre ver mujeres vírgenes rezando o colgando de la pared, sin contar las pecadoras que solían venir a confesarse y le dirigían miradas inadvertidas. Ellas, cuando salía de la iglesia, buscaban conversación con él, y él le daba sus consejos. Eran puras palabras religiosas, pues no había tenido contacto carnal ni vislumbraba nada de ello. Lo cierto es que se fue acostumbrando a sus paseos con las doncellas. Pero no sabía por qué, después de un tiempo, las mujeres lo abandonaban. Fue por esta época cuando el incienso, la misa y la hostia dejaron de formar parte de su vocación. No es que hubiera dejado de ser religioso, sino que había optado por un misticismo casero. Acostumbrado a soñar con tantas vírgenes suspirantes, se dedicó a comprar regalos para mujeres que aún no conocía y a escribir versos sentimentales que no figuraron ni en las antologías más pobres. Siguió siendo puro, casi concebido sin pecado, aunque la leyenda especuló sobre un trauma sexual o impotencia, porque aparentaba ser muy frágil y nervioso. Estas conjeturas, sin embargo, nunca pudieron comprobarse, porque era hombre de pocas palabras y de su boca nunca salió una queja. Pasaron muchos años, y el hombre continuaba en su paseo con las doncellas, ignorante de todo, protegido por su ignorancia. Nada supo de los comentarios violentos que de él hacían las mujeres y el vecindario. Las canas y las arrugas fueron consumiendo su cuerpo, pero el tiempo no pudo borrar su sonrisa que prodigaba a las dulces viejas que volvían a suspirar al verlo. No había hipocresía en él, pero sin duda faltaba algo. La sonrisa continuaba, aunque cada vez se iba quedando más solo, y no se sabe a quien sonreía o si había enloquecido. Tal vez hasta muera sin saber que es el deseado.

Tomado de: http://www.zonamoebius.com


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