Otros Quarks de Jorge Ariel Madrazo

NEGOCIANTE
Bien que aprovechó ese tipejo, Ulises, su relación (léase: “dudosa relación”) con la maga Circe. Archivos del Partenon hoy decodificados arrojaron nueva luz en el asunto: el rey de Itaca se arregló con la Circe, para repartirse los salarios, horas extras y premios adeudados por él a sus hombres, a quienes la hechicera convertiría debidamente en cerdos. Miente el Homero al aseverar que el falso héroe les devolvió la forma humana. Al contrario, los vendió como jamón italiano, primera calidad.

GOLPETEOS
Esos ruidos, justo arriba de su cabeza. Ya no se pueden soportar. Se dice: calma, no debo ponerme violento, ya bastante he tenido estos días. De modo que bufa, patalea, grita alguna palabrota pero al fin se resigna: y bueno, claven, nomás, el ataud.

AQUILES
De pie, quiso girar sobre su eje.  Trescientos sesenta grados. No parecía difícil: debía rotar, deslizándolo con suavidad y con un leve movimiento giratorio, el talón del pie correspondiente al flanco hacia el cual quería voltearse. En forma simultánea, el otro pie acompañaría el proyecto, quizás apoyando sobre todo la punta (quizás no). Lo hizo, con cautela. Un movimiento, dos, tres… Al centésimo comprobó que jamás lograría su propósito: como cada segmento es divisible por nano-medidas inconcebiblemente ínfimas, lo más que conseguía cubrir, una vez y otra, era una infinitésima porción del trayecto total a recorrer. Hoy sigue parado en el mismo punto. La nariz mirando a la pared
  
TIRO DE GRACIA
Hundido en mi silla de ruedas −que impulsaba mi amigo Héctor−, la ví venir, ella y él aún sin vernos, ausentes del mundo, justo hacia nosotros. Aquél tipo le ceñía la cintura. En un esfuerzo supremo rogué a Héctor levantarme de la silla, fingir una postura erecta. Así, logré recibír casi de pie, como un soldado, el tiro de gracia.

ELUARD
Casi me sentía más indignado que él por aquella traición de su amada. “Debo cerrar la herida”, le oí susurrar. La cosa estalló cuando cometí el desliz de nombrarle ese nombre maldito: Cadaques. “Ahí, ahí me la robó”, dijo en un grito. Y se echó al garguero un trago de vino: “Muy buenos los tintillos argentinos”, fue el susurro. Pero se veía que volaba lejos. “Está de pie sobre mis párpados”, creí oir. “Ella ama, ella ama para olvidarse”, añadiría enseguida, con un sollozo. “Todo mi ser es la capital del dolor”, exclamó al fin en pleno arrebato. De pronto sonrió feliz: había hallado, como una gema resplandeciente, el título de su próximo libro. Sí, ríanse. Pero vayan sabiendo que ese diálogo mío con el francesito que fungía de poeta, el recuerdo lacerante de Gala, su traición con el flaco Salvador, lograron que La capitale de la douleur naciera de pronto, aquí mismo en esta pieza, en la alta noche porteña y de copas con Paul Eluard.

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