Ficción Mínima en Papel: Tipología de los duendes. Arnaldo Jiménez
DUENDE CABALLITO DE ROCAS: desde lejos parece una libélula que sobre vuela la roca, dándole
pequeños toques a la superficie como cuando beben agua en los estanques.
Mientras más se acerca el observador, la libélula comienza a girar cada vez más
rápido desplegando un sinfín de figuras amorfas que poco a poco van adquiriendo
el aspecto de un caballito ocre, con ojos ambarinos de catorce milímetros de
altura. Los más viejos dicen que el caballito disipa la memoria de las rocas,
sin él, podrían debilitarse presas de sus propias historias.
Duendes
sonrisa de campana:
conocidos también como Campanúbulos. Descienden de los acordes simples,
directos y tintineantes de las campanas de cristal o de bronce. Odian a los badajos
y a las iglesias, pero no a la música sacra. Arvo Part, el músico estonio, es
su descubridor durante su período transicional en la década de los setenta.
Surgen de improviso como abriendo una puerta invisible por el costado derecho
de la persona que toca la campana o imita estos sonidos con un piano. Ladea la
cabeza y empieza sonreír.
Duende
omnisciente inverso:
dos millones y medio de duendes cayeron a la tierra desprendidos de la voz de
Dios en el preciso momento en que expulsó a Lucifer de los predios celestes.
Son apacibles cuando encarnan en hombres o mujeres escritores, pero les cuesta
conseguirlos, los que no lo logran, viven atormentados permanentemente,
conscientes de poseer la omnisciencia divina y tener que ofrecérsela al ángel
destituido. Son alados, atraviesan el aire dejando estelas de oscuridad que son
confundidas generalmente con sombras malignas. Cuando encarnan en personas no
escritoras, se transforman en dudas.
Duendes
de casas olvidadas:
festejan las mudanzas y coleccionan objetos dejados en diferentes sitios de las
casas. También celebran las muertes de los habitantes, sean accidentales o no,
pues la eliminación de los habitantes se traduce como el acecho del olvido a
los albergues, a los hogares. Aunque son esencialmente nómadas, una vez que el
olvido ha crecido en forma de matojos y telarañas, polvos almacenados y paredes
descascaradas, pueden permanecer décadas dentro de esas casas sin formar ningún
tipo de familia. Al nacer, sus cuerpos son pálidos, pero luego adquieren la
tonalidad de los musgos y los mohos, sus alimentos preferidos. En aquellos
casos en que las casas sean habitadas nuevamente, ellos esperan un tiempo
prudencial para verificar si la casa efectivamente se dejó habitar, si esto no
ocurre, entonces emergen en el aire limpio y pueden generar imágenes de objetos
que caen solos, bebés ahogados en pipotes o pesadillas con armarios que nunca
abren.
Los
Bundetalts: se les
denomina también duendes de cementerios. Acompañan las marchas funerarias para
devorar el aroma de las flores y los llantos silenciosos. Esperan a las almas
en grupos de quince y las alojan en los ojos de los pájaros.
Duendes
del silencio: poseen
un carácter puramente especulativo, ya que al ser los únicos seres que no
captan las voces humanas, ignoran la morfología del lenguaje y al lenguaje
mismo, por tanto, permanecen inocentes. Jamás tendrán un cuerpo, ni escucharán
las risas de las hojas, nunca verán sus rostros en los manantiales ni
pertenecerán a la luz que se inflama en el mar. Los duendes del silencio
podrían algún día volver a poblar los labios de los amantes, de donde partieron
cuando la boca fue abierta para darle cabida a las palabras.
ARNALDO
JIMÉNEZ (La Guaira, 1963) es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado, entre
otros: Zumos (poesía, 2002), Chismarangá
(cuento, 2005), La raíz en las ramas
(ensayo, 2007), Tramos de lluvia
(poesía, 2007), El silencio del agua
(poesía, 2007), La honda superficie de
los espejos (ensayo, 2007), Cáliz de
intemperie (aforismos, 2009), Caballo
de escoba (poesía, 2011), Orejada
(cuento, 2011),
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El bombillo del carnicero
Cuando le tocó el turno a Marco, ya habían pasado tres de los cinco que jugaban. El sonido del tambor al girar —esa era la única regla del juego: que cada uno lo hiciera girar antes de ponérselo en la cabeza—, le recordaba el del rache de su bicicleta cuando le daba a los pedales hacia atrás. A Marco siempre le había gustado correr riesgos: pequeños, grandes o extremos, pero siempre en riesgo. Le pasaron el arma —ni pesada ni liviana, en ese momento eso no se percibe— y le dio con fuerza al tambor. La levantó y se la colocó sobre la sien derecha. Al alzar la cabeza vio el bombillo que mal iluminaba la habitación con su luz amarillenta, y recordó cuando le robaba el bombillo de la casa al carnicero. Fue así como comenzó este vicio por el riesgo y el peligro. “¡A que no le robas el bombillo al carnicero!” le dijeron sus amigos. “A qué sí” les respondió Marco. En la noche, muy tarde, se reunieron frente a la casa del carnicero. Marco salió de entre las sombras y, sigilosamente, se dirigió hacia el porchecito de la vivienda. Unos perros ladraron desde el interior. Marco se detuvo y esperó. Los perros se callaron. Con mucho cuidado y lentamente Marco abrió la pequeña reja de hierro, pero de todas maneras chirrió en sus goznes. Los perros volvieron a ladrar. Esta vez más fuerte y durante más tiempo. El semáforo de silencio le dio luz verde a Marco de nuevo. Se detuvo frente a la puerta de madera y miró hacia abajo: “Bienvenido” decía la alfombra iluminada por la luz que salía a través de la rendija inferior de la puerta. Y pudo escuchar las voces del carnicero y su mujer que se mezclaban con las de la televisión. Respiró profundo y se santiguó. Luego se ensalivó los dedos y aflojó el bombillo. Al apagarse, los perros volvieron a ladrar. Incluso, algunos aullaron. Se detuvo y permaneció así, congelado e inmóvil como una estatua viviente, un largo rato. Lo terminó de sacar y echó el candente bulbo en la especie de hamaca que se formó a la altura de su abdomen al levantarse el borde inferior de la franela. Retrocedió y salió de espaldas, con la luz del bombillo en la sonrisa y el trofeo, ya frío, entre sus manos.
Al siguiente día Marco tuvo que ir a la carnicería a comprarle unas costillas a su madre. El carnicero estaba furioso. Todo ensangrentado vociferaba y maldecía mientras descuartizaba una res que colgaba del techo. “Si lo llego a atrapar lo despellejo” y hundía el afilado cuchillo y rasgaba la insensible carne. “¡Lo voy a cazar! ¡Sí, lo voy a cazar! ¡Ese vuelve! Pero yo lo voy a estar esperando” Entonces la situación se convirtió en un reto para Marco: el juego del gato y el ratón. Marco esperó un tiempo prudencial, quince o veinte días, y volvió a robarle el bombillo al carnicero. Al otro día se acercó a la carnicería para ver su reacción. Y lo escuchó rabiar: “¡Maldito ladrón! ¡Me volvió a robar el bombillo!” le decía a un cliente mientras le cercenaba la cabeza a un cerdo de un hachazo. Así estuvieron hasta que Marco se cansó de robarle el bombillo al carnicero. Y un día, en la noche, se los dejó todos en una caja de cartón junto a la puerta.
Los cuatro jugadores, alrededor de la mesa, veían a Marco expectantes. Con el cañón descansando sobre su sien, Marco veía el bombillo —y pensó en la lotería de Babilonia, donde el ganador pierde—, y de repente se apagó.
Pedro Querales. Del libro "Sol rosado"
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