Ceremonias de Ednodio Quintero

VOLVERÉ CON MIS PERROS (...) Soy --¿debería decir era?-- por naturaleza un ser tranquilo. Prefiero el sosiego a la agitación. Me complazco en el devenir previsible de los días. Abomino de los cambios compulsivos y de los relojes de arena. Me siento a gusto en una habitación con ventanas, tanto mejor si éstas se abren a un paisaje arbolado o a un jardín.
Mi única ambición era la de permanecer vivo hasta la hora de mi muerte. Respirar sin temor a envenenarme, regar mis plantas en la terraza del apartamento, tejer para ti un suéter o una bufanda. Contemplar durante un tiempo sin medida los movimientos caprichosos de mis peces de colores, adormecerme en un sillón, aguardar tu llegada. Bienvenido, príncipe, mi Alcibíades. Juntos tomamos té, masticamos galletas y jugamos a las cartas, hasta que la noche bate sus alas oscuras frente a la ventana. Hace frío allá afuera, querido. Yo estoy ardiendo. Pero un día aciago, como mensajeros de la peste surgieron de alguna pesadilla los tres dogos, tus guardianes, e intuí de golpe que el orden de mi mundo se derrumbaba (...) (Volveré con mis perros).

PARQUE A.M. Quizá, desde un tiempo anterior a mi nacimiento, el árbol permanecía ahí. Me abracé a su corteza rugosa y trepé con la habilidad de un mono joven. Encaramado en las ramas más altas disfruto de una vista placentera. Sin mucho esfuerzo domino un amplio sector del parque. Incluso puedo ver los techos verde moho de las casitas del Barrio Obrero y, más lejos, desfigurada por la luz y la distancia, la silueta del Jinete Triste.
He sido siempre un pésimo observador.
Cuando joven quise ser pintor y me inscribí en una Escuela. Decidí largarme el día que dibujé una lagartija asoleándose sobre una roca, había olvidado por completo a la gorda desnuda que nos servía de modelo.
Sin embargo, parece que hoy los objetos me reclaman. Una delgada capa de luz cubre las piedras, baña los árboles y como polvo de huesos se derrama en el viento. Mi mirada se detiene en la superficie lustrosa de una hoja, se abre camino entre el follaje y descubre un nido de azulejos en la confluencia de dos ramas, sigue la dirección inversa de la savia y penetra en la oscuridad de las raíces (...) (El agresor cotidiano).

MUÑECAS Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía.

VOLVERÉ CON MIS PERROS (...) "El aliento de ballena enloquece". Se trata sólo de una frase que, a decir verdad, no me pertenece. Recuerdo el temblor de tus labios y un cierto resplandor que brotaba de tus dientes cuando la pronunciaste. Y aquella tarde la repetiste, con una insistencia que se me antojó insidiosa, mientras dejabas que la brisa refrescara tu hermoso cuerpo de muchacho. Habías batallado en silencio sobre las erosionadas colinas de mi cuerpo hasta que el aliento de la ballena se te hizo insoportable y decidiste escapar. Sudoroso y fatigado te refugiaste en el extremo sur del balcón, allí donde el viento cargado de presagios mitigara los ardores de tu piel. Yo, desde mi lecho revuelto, entre cojines y almohadones de plumas, fumando te observaba. Y tu imagen crecía dentro de mí, alta y vigorosa, como una palmera.
Dicen que a los moribundos, en la hora postrera, se le representan escenas enteras de su vida, que desfilan delante de sus ojos al igual que una película acelerada.
Yo, que yazgo a la intemperie y que no alcanzaré a ver el lento fundido de las colinas y del cielo ­desde el verde tornadizo y el azul esmaltado hasta el negro carbón, pasando por las múltiples tonalidades del sepia y el gris­, intento llenar este espacio breve con figuras falsas, espectrales, que mezclo y entrevero a sucesos de los llamados, a falta de una terminología más precisa, reales. Me pregunto qué importancia puede tener ahora saber si te conocí ayer ­como cualquier aprendiz de detective lo  
podría determinar­ o hace algunos meses ­como lo quiere mi imaginación­. ¡Qué importa! Si cuando el sol se apague ya nada habré de recordar. Ni el color de tus ojos ni las formas amenazantes de tus perros de presa, ni siquiera el contorno enrarecido de las montañas al atardecer.
Vuelto hacia el cielo. Azul. De un azul malva, amoratado. Mi rostro macerado cubierto por un manto de cenizas. Veo torbellinos de luz, sombras danzantes, claridades como de acuario. E intento rescatar del fondo de mi cerebro, recalentado como un motor al rojo vivo, alguna imagen borrosa de mi infancia, un aroma persistente, la vibración de un sonido, la textura de un objeto familiar. El perfume letal de mi madre.
La sonrisa sesgada de mi padre. Mi largo vestido azul celeste. Sentado en el poyo de la ventana contemplo los gruesos goterones que se desgranan allá afuera levantando nubecitas de polvo sobre las baldosas del patio: lluvias caprichosas en mitad del verano. Un rumor de voces y de risas llama mi atención, me volteo y veo a mi madre en compañía de sus amigas, que se agrupan alrededor de una mesita. Toman café y saborean pastas de arroz espolvoreadas con canela, buñuelos rellenos de miel, galletas untadas con crema de leche. Se acomodan en feos sillones, comentan la visita del señor obispo o el matrimonio vergonzoso de una sobrina, charlan como pajarracos. Detesto a esas intrusas que se interponen entre mi madre y yo, que me roban su cariño a esta hora cuando el sueño me hace cabecear. Si estuviera solo con ella, me acunaría en su regazo y me dormiría escuchando frases lisonjeras: «mi amor, mi corazón, mi rey». Algunas veces, creyendo que duermo, acerca sus labios a mi oído y con voz dulce repite: «mi niña, mi niña».

Ednodio Quintero nació en 1947 en Las Mesitas (Trujillo), en los Andes venezolanos. Desde 1965 reside en Mérida (Venezuela), ciudad a la que llegó para estudiar Ingeniería Forestal y en cuya universidad ha sido, durante muchos años, profesor de Letras y Medios Audiovisuales.
Su obra narrativa ha sido reconocida con los más importantes premios literarios que se conceden en su país.
Es autor de los volúmenes de cuentos: La muerte viaje a caballo (1974), Volveré con mis perros (1975), El agresor cotidiano (1978), La línea de la vida (1988), Cabeza de cabra y otros relatos (1993), El combate (1995) y El corazón ajeno (2000). Ha publicado las novelas: La danza del jaguar (1991), La bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994), El cielo de Ixtab (1995), Lección de física (2000), Mariana y los comanches (Candaya, 2004), Confesiones de un perro muerto (2006), El arquero dormido (2010) y El hijo de Gengis Khan (2013).
También ha escrito dos libros de ensayo: De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997); y dos guiones cinematográficos: Rosa de los vientos (1975) y Cubagua (1987). 

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