Dos de Daniela Jaimes-Borges


Desde la platea

Para que el sombrero pudiese penetrar en mi testa, decidieron cortarme las dos orejas (…) Me sorprendió que tan lejos como era posible de un hospital, me fueran a arrancadas con un bisturí que convertía al rasgar la carne en seda.

“Invocación para desorejarse”, José Lezama Lima


Mis manos son perfectas. Una tiene tres dedos y la otra sólo dos. Cuando las tengo en mi pecho, descansando sobre mí, no dejan de aparecer sólo dos de ellos, en lugar de cinco. Cuando me doy cuenta de eso, trato de abrir ambas manos con cuidado, porque tienden a doler, y constato que no me falta nada, que siguen siendo tres dedos en una y dos en la otra. Sólo han estado escondiéndose de algo, rehuyéndole a los otros dedos, a los de la otra mano, la enemiga. Los dedos que quedan asomados son una suerte de capitanes-vigilantes. Los observo a cada rato, los cuento y los mimo, a veces los lamo porque sólo así sé que no han enflaquecido y yo los necesito fuertes.

Mi mano derecha es la que más se queja: tiene sólo pulgar e índice, y el trabajo que tienen que hacer a diario los ha condenado a una suerte de acompasamiento. La mano izquierda es más pretensiosa: se jacta de tener un dedo más y de que esos tres (índice, pulgar y meñique) se acoplen de manera tan perfecta al teclado de la computadora, que el medio y el anular sean ridículamente prescindibles. ¡Que mano tan vanidosa!

Hoy me pregunto, casi como una conclusión, qué sería de mis manos si les cortara un dedo más a cada una. A la izquierda la dejaría sin uno para que tenga sólo dos y deje de ser tan presumida, y a la derecha le cortaría el pulgar, para ver cómo se recompone ante las circunstancias.

Voy a la cocina por un cuchillo: a mi regreso me sentaré, como buena espectadora, a mirar cómo culmina esa tensión tan dramática.


Domingo 23

Aún no se habían llevado a mamá. Cerré la puerta de su habitación y corrí hacia la mía, apurada. Desempolvé mi ropa. La tendí en la cama para escoger la apropiada. Mi selección necesitaba un alfiler, pero ya el costurero de mi madre estaba vacío o lleno de algo que no quise mirar.

Salí a la tienda, hacía frío y olvidé abrigarme. La gente de siempre, a la que saludaba, me miraba. Me miraba, siempre. Le pregunté a un par de ellos por qué me veían así, pero ninguno respondió. Llegué a la tienda. Me obsequiaron el alfiler. Al ir de vuelta a mi casa dudé del lugar donde me encontraba. No lo reconocía. Temblé. No sé si por el frío.

Los mismos, esa gente, a los que había visto minutos antes, apenas mostraban sus ojos. Ahora estaban llenos de un polvo gris y negro. Sus bocas, sus manos, sus dientes, sus pasos... y jugaban… jugaban con un polvo gris, como si de nieve se tratara. Quise incorporarme al juego pero nadie me lo permitió.

Ya en casa, en el cuarto de mi madre, estaban por llevársela. Logré cambiarme de ropa, coloqué el alfiler y me miré en el espejo; fue entonces cuando reconocí el mismo polvo gris y negro, sobre mí. Eran cenizas. Antes del funeral, mi madre se había convertido en una lluvia muy triste.

Tomado de http://www.relectura.org/cms/content/view/738/80/

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