García Avilés en dos minutos


Ingenio
Un barbudo de unos 35 años sostenía un cartel en el metro: “Mi único crimen es tener hambre. No me importa que la gente no se pare a mirarme. No me importa no poder ducharme. Ni pasar frío. Lo que de verdad me importa es estar solo”. Esa mañana le contraté como creativo en mi agencia. A los tres meses ganamos la campaña de Airbún y poco después una idea suya fue León de Oro en Cannes. La semana pasada tuve que despedirle: era demasiado bueno.


Discurso

Sus manos dibujaban en el aire las palabras, esculpían con una perfección abrumadora cada uno de sus argumentos. Derecha, izquierda, dedos abiertos, palmas hacia fuera, leve ondulación. De vez en cuando sujetaba el bolígrafo con la derecha para remarcar una idea. Llegó un momento en que me olvidé por completo de su voz porque ya estaba viendo lo que decía. Y me aterró aquella forma soberbiamente perversa que usaba para mentirnos.



El acantilado

El ferry le dejó junto con media docena de turistas en el extremo norte de la isla. Los mejores acantilados estaban al Este, a una hora de camino, según explicaba el folleto. Allí se sentó junto a unas gaviotas hambrientas y dejó que su mirada se extasiara, atrapando la espuma que estallaba contra las rocas. Necesitaba estar solo. Más abajo vio a una chica con un impermeable azul que se acercaba al borde del cortado. Estuvo observándola un par de minutos. Recordó que habían viajado en el mismo ferry. Entonces cayó en la cuenta de lo que pasaba.


Esos ojos

La abuela se levantó y fue a buscar unas cuantas patatas más. Comencé a pelar con menos prisa las que le quedaban. Escuché el crujido de unos pasos en la grava y pensé que era la abuela. De repente apareció él en el umbral. Me levanté. Nos quedamos mirándonos sin decirnos una sola palabra. Tan sólo clavábamos la vista en el otro. El veía a una adolescente desconocida que tenía el cabello y la nariz de mi madre. Y yo veía a un hombre desconocido y envejecido, con grandes bolsas bajo los ojos. Era una versión decrépita del joven con uniforme militar que la abuela guardaba en un estante del salón. Pero en medio de aquella cara encontré unos ojos castaños como los míos. Y supe que nos quedaba el resto de nuestras vidas para hablar.






El reloj de arena

Orestes llegó con su señora al hospital. Había insistido en conducir él, aunque, aún estaba convaleciente de la operación de cataratas. En la habitación 411 encontraron a Belén con Jorge y la criatura. Orestes le dio dos besos a su hija y estrechó la mano de su yerno, como tantas otras veces. Su mujer cogió al bebé en brazos —estaba despierta- y empezó su letanía de elogios. Casi inconscientemente, Orestes se palpó el estómago, la papada, y la piel seca de sus brazos. Volvió a apreciar con meticulosidad su deterioro. No apartaba la vista de la niña, aunque sin atreverse a mirarla con fijeza. El rumor de las conversaciones en la sala le pareció cada vez más distante, lejano. Poco a poco, Orestes fue escrutando a la niña con disimulada ansiedad. Los ojos legañosos, la boca babeante, las manitas, la pura inocencia conformaba la imagen simétrica é invertida de su tiempo. El tiempo que a partir de ahora ella consumía era el mismo que a él se le iba robando, escatimando, al dictado de una ley inapelable. Advirtió la crudeza de aquel reloj de arena. El diente que le saldrá es el que yo perderé; el centímetro que aumenta, el que empequeñezco; las luces que adquiere, las que en mí se extinguen; y cada año que cumpla, se me sustraerá a mí.

La niña rompió a llorar y Orestes sintió un escalofrío. Había empezado la definitiva cuenta atrás.

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