La tristeza literaria de Laura Cracco
Ser único lo condena a estar siempre asomado a una ventana, aunque no
haya un límite afuera tan estrecho como el cuadrante encerrado dentro del marco
que le permite ver; aunque esté al descampado, o mire desde un acantilado
frente al que se abre el océano sin trabas o desde el último piso de un
rascacielos o en medio de un Sahara. Ser un solo ojo sin cuerpo, un iris rico
en colores que abarca desde el azul al naranja, además puede producir en otros
el efecto de hilarante tragedia del culo de un mandril. La carcajada que
arrastra al llanto o la risa que sucede a las lágrimas cuando se agotaron, el dolor
ya no tiene más adonde ir y da paso a la mueca que se reseca en parodia. El
ojo, además, carece de amo, pero es poseído, provisionalmente, por distintos
dueños que jurarían, cuando ven a través de la pupila, que es todo suyo y que
también lo mirado de alguna forma les otorga algo de albedrío o territorio. No
hay disputas sobre en quién ni cuándo recaerá, ni turnos establecidos como con
aquellas viejas Grayas a quienes Perseo despojó de la única pupila en su busca
tras la Gorgona. El ojo es libre, no pertenece a nadie, no así sus huéspedes
ocasionales. Éstos no pueden sino sucumbir a la tiránica fascinación del
colorido ano que guía a la manada, ver lo que el orificio consiente. El ojo es
mudo, nada puede decir, nada puede hacer sino ser un ojo, único, solitario,
prisionero del túnel que irremediablemente encierra la visión.
TRISTEZA LITERARIA
Domingo triste, repite el lugar común que
da inicio al relato, como si la palabra domingo per se arrastrara en
cada sílaba una melancolía milenaria. Está escribiendo un día domingo, está
triste y se pregunta por qué no logra escribir algo alegre, feliz, optimista.
Lleva días sin ver a nadie, apenas ha salido a realizar las tareas mínimas que
le permiten continuar encerrado, escribiendo. Todos sus días, en cierto modo,
son en domingo. Lo invade una rabia sin colmillos ni pezuñas, macilenta,
triste. Tengo que escribir algo distinto, algo que sea en viernes o jueves,
algo que respire a pleno pulmón, exactamente lo contrario de lo que soy. Tengo
que buscar palabras nuevas, metáforas que no estrangulen, personajes libres de
mi propia maldición. Entonces, sí que sería un escritor. Pero eso es justo
lo que su experiencia, talento, o
naturaleza no le permiten avizorar. No logra imaginarse escribiendo un cuento
feliz, los intentos resultan tan pueriles que no llegan a la segunda cuartilla.
Sólo se puede escribir sobre lo que se conoce. Él maneja tan bien el
arte de la tristeza que apenas tiene que esforzarse para amontonar cuartillas y
cuartillas sobre ella, se conoce todos sus trucos de memoria. La felicidad
posee una retórica que él ignora por completo, sería una novatada intentarlo.
Tendría que empezar a vivir de nuevo, sacrificar todo su oficio, toda una
trayectoria.
El ojo pasó con la fugacidad de la luz entre él y la página que escribe.
Retrajo todo su brillo, no fuera que el hombre intentara aprisionarlo dentro de
su interminable domingo de tristeza literaria.
NI-NI
La
niebla forma una sólida muralla blanca, nada se cuela, nada sale; todo lo
iguala en el limbo donde nadie es bueno ni es malo; todos, medio algo, medio
nada; todos medrando en la indecisión que los mantiene a salvo; todos amparados
en la coartada de no haber visto, oído, sabido nada; a salvo de ser vistos,
oídos, sabidos. La densa bruma ha borrado los edificios vecinos, la ciudad, el
país todo. La bóveda de niebla borró la
realidad. Los llaman los Ni-ni, ni lo uno ni lo otro ni tampoco lo
contrario. No existe para ellos infierno ni paraíso, languidecen en la
inocencia, se funden en la bruma. También la niebla les impide ver las púas en
el horizonte, mitiga los alaridos allá afuera, los de quienes se escuecen bajo
el sol impío, respiran los gases, son apresados, baleados y saben que goma es
una palabra hueca; los que conocen el poder de una firma que acarrea para quien
la estampó toda la ira del Poder; los que se embarcan en huelgas de hambre y
agonizan envueltos por el algodón que tapona el cielo, un cielo de hospital.
Los desaprensivos que se exponen a los embates de la realidad que la dictadura ordenó prohibir.
Los que buscan el nexo primigenio que los liga a su vida y a su muerte propias, sin intermediarios, inermes y libres, a su cuenta y riesgo como
aquel homínido que experimentó la sorpresa de descubrirse hombre. ¡A garhi!
¡A garhi¡
Los
sepultados en la bruma de la inocencia caminan sin mirar al suelo, que no
quieren o no pueden ver, aplastan el ojo, continúan, con pasos breves,
su largo y muelle paseo en círculo. Tampoco la hierba que pisan se percata de
que fue hollada.
DICTADURA
Despertó
aterrada del sueño y, ya despierta, no puede salir de él. Se ha duchado. Cocinó
a rastras el desayuno para su pequeño hijo. Evitó mirarlo a la cara. Le
acompañó hasta que subió al transporte, sin mirar a nadie a la cara. Volvió a
su apartamento. El terror no desaparece aunque el sol ya no perdona ningún
escondrijo, aunque el machetazo de luz
debió restablecer la realidad y extirpar toda ambigüedad. El terror continúa como si ella aún durmiera
y el falso despertar, la rutina, el amanecer de la razón formaran parte de la
pesadilla; como si no quedara consuelo posible en ningún lugar en el universo
todo. El universo todo quedó encerrado en la pesadilla, ¿a quién llamar, si
todos comparten el mismo sueño? ¿Dónde el auxilio, sin afuera?
El
día está agonizando, la tiniebla avanza, la pesadilla sigue. Sabe que mañana tampoco despertará. El sol que
ella vio surgir en la mañana es un astro muerto. ¿Tendrá que acostumbrarse,
como afirma la mayoría, a vivir, moverse, pensar y sentir en la oscuridad?
¿Aprender a estar cómoda entre garfios? ¿Entender de una vez por todas que la
alambrada forma parte del horizonte y que no existe otro cielo ni otro azul
libre de púas? ¿Deberá aceptar su esclavitud con naturalidad, y aprender a ver
y verse desde la mirada bíblica del afrikáner o del sureño? Acostumbrarse y
acostumbrar a su hijo a no labrar sorpresas; avaramente cuidar un huerto de
macilentas hierbas sin olor; a nunca exceder el susurro; a la dictadura de la
noche. Aprender que el día no es día,
sólo un espejismo de un sol de lata encerrado en el sueño eterno. Acostumbrarse
a la costumbre de vivir muerta.
ESA COSA CON PLUMAS
Sabe
que su destino es no cansarse, aunque se le doblen las rodillas y muerda el
polvo; aunque sólo desee bajar los párpados; aunque ya no pueda erguirse ni
saltar; aunque deba hurgar en la nevera y hacer la cena con lo poco, medio
podrido, poquísimo, sin aceite ni hierbas, sin harina ni azúcar ni carne; con el estómago pegado al
espinazo; con la cabeza gacha; con los hombros entumecidos en el empeño de no
dejar caer el no sabe qué, tampoco otros saben qué, que sin saberlo debe sostener;
aunque ya no pueda mirar a la cara a nadie. Pero vuelve a oír a Emily
Dickinson, se endereza, alza la cabeza, abre los ojos, mira a sus hijos, a su
marido. Cocina, pone la mesa, los llama por su nombre y su garganta se llena con las plumas de la esperanza,
y los nombres salen de su boca como una canción.
La esperanza
es esa cosa con plumas
Que se posa en
el alma,
Y canta la
canción, sin las palabras,
Y nunca, nunca
para…
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EL
OJO 2
Hace
días que está tirado sobre el suelo, los zapatos pasan a su lado, lo rodean, a
veces casi lo aplastan, pero nadie lo nota. Nadie nunca mira hacia abajo en un
museo, a menos que haya esculturas. En la sala no hay esculturas, sólo cuadros.
Ha perdido mucho de su brillo, apenas el turbio amarillo con algunos destellos
marrones lo colorea. Bien pudiera confundirse con una veta del piso. El ojo
agoniza: un ojo que no ve es un accidente mineral en el paisaje; no sufre, pero
tampoco ama. Sabe que lucha contra reloj. Si alguien no lo toma, se fundirá
irremediablemente hasta hacerse una mancha más del mármol. Extraña el momento
en que llegó a sentir la fatiga de sentir. Ahora que no siente, que no sufre y
tampoco ríe, reconoce la equivocación: la comodidad es la peor razón para
morir.
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EL
OJO 4
El
ojo fue levantado antes de que los dos enemigos se fundieran en el entrañable
abrazo de odio. Está a salvo. En la salvación que es su castigo. De nuevo
condenado por su hado a rodar de mano en
mano, a nunca hallar reposo. Obligado a
mirar, aunque a veces la visión le resulta más aterradora que la posibilidad de
la muerte con todos sus infiernos, o la infértil nada. Condenado al incesante
movimiento, a la caldera de los vivos, al destierro y la maldición de ser cuando no es y de no ser cuando es él.
Cuando enceguece para que otros vean, entonces cobra vida. Un ojo en la
absoluta soledad no difiere en nada de la piedra. Nació del desgarro: ahí toda
su historia. Cada mirada mientras más lo arranca de su origen, más lo acerca a
su principio que es también su fin. Él
debe vaciarse para ser llenado, desmembrado está finalmente completo.
EL VACÍO DEL HÉROE
Laura Cracco. El ojo del mandril. Mérida: Ediciones Actual, 2014
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