Los objetos perdidos de Graciela Tomassini
Graciela
Tomassini, narradora, ensayista y
profesora argentina, es una de las más importantes teóricas de la minificción. Ha
publicado El espejo de Cornelia (1995)
y junto a Stella Maris Colombo: Reconfiguraciones. Estudios críticos sobre
narrativa breve hispanoamericana de fin de siglo (1996), Comprensión lectora y producción textual.
Minificción hispanoamericana (1998), Juan Filloy. Libertad de
palabra (2000) y La
minificción en español y en inglés (2009).
Su narrativa mínima es elaborada, compleja, interesante y conforma
ciclos narrativos. VR
1
En su altillo,
Felicitas tiene una caja donde guarda los objetos encontrados, y otra que
contiene los nombres y las historias de sus objetos perdidos. Son muchos más
los perdidos que los encontrados, y esto se debe, quizás, a que ningún objeto
se pierde por casualidad, sino por una suerte de vocación trashumante que tiene
impresa, como un color o una textura. No lo reconocemos, y lo tratamos igual
que a las cosas dóciles, resignadas al dominio que pretendemos ejercer sobre
ellas. Ignoramos, por ingenuidad o falta de atención, su alma de canto rodado.
Felicitas
escribió: Hay objetos celosos y sutiles, siempre a punto de borrarse. Los sostenemos
con la mirada, pero están siempre bordeando la nada. Pestañeamos, y ya se han
ido. Incrédulos, esbozamos teorías que invariablemente parten de un supuesto
improbable: la idea de que el objeto nunca existió fuera de nuestra ilusión o
sueño. Tuve una vez un anillo de piedra azul. Lo compré en la tienda de
anticuario que está frente a mi casa, porque creí que me llamaba desde la
vidriera atiborrada de restos ruinosos. Sólo tres días consintió en prestarle a
mi anular el prestigio de sus reflejos marítimos. Después, se disolvió en un
instante frente a mis ojos, dejando tras de sí la huella de un recuerdo
vacilante.
2
No hay que
confiar en los objetos que uno encuentra en la calle, porque llevan como un
estigma el olor y el calor de otras manos. Como los enamorados no
correspondidos, nunca los abandona la sospecha de haber sido tratados con
negligencia o desamor. Podemos apoderarnos de ellos, pero no retenerlos. Lúcidos y atentos, nos observan para
aprovechar el instante de distracción que permitirá su huída, y volverán a la
calle, donde quizás el azar guíe los pasos y la mirada del añorado dueño, que a
su vez vive atormentado por la memoria de lo que alguna vez fue suyo.
3
Entre las categorías
más inquietantes a que pueden adscribir estos objetos voluntariosos y taimados,
señalo dos: la de los objetos metamórficos y la de los transdimensionales.
Compré un pato de arcilla a una niña que los ofrecía por las mesas de un café,
la última primavera. Lo envolví en una servilleta de papel, para protegerlo de
las agresiones de los demás pasajeros de mi abigarrado bolso. Cuando lo saqué,
ya en casa, para mostrárselo a los amigos, era un búho que me miraba con toda
la severidad de que es capaz su estirpe. Igualmente, le encontré ubicación en
un estante de la biblioteca, que es el lugar natural para este habitante de
mitologías. Esa misma noche, ya era un delfín de madera tallada, y al otro día
un tatú carreta, y al día siguiente una baraja española. Quise jugar un
solitario con ella, pero todas las cartas eran el cuatro de bastos. No sé qué
forma habrá asumido hoy, mientras escribo.
4
Los objetos
transdimensionales llegan a nosotros de maneras misteriosas; un día los
encontramos sobre la mesa junto con las tazas sin lavar del desayuno, y nos
rompemos la cabeza, incapaces de descubrir su procedencia. Así llegó a mi vida
un pendiente de bronce iridiscente, grande, con forma de venablo. Pregunté
inútilmente a todas mis amigas si alguna de ellas lo había dejado olvidado
sobre mi mesa. Pregunté a las alumnas que a veces venían a devolverme libros o
a pedírmelos, con idéntico resultado. Alcancé a usarlo un par de veces, antes
de que desapareciera tan misteriosamente como llegó. Nadie dejó de admirar su
delicada factura, sus movimientos que parecían voluntarios, ajenos a mis
gestos. Como los hrönir que Borges describe en uno de sus cuentos, no era de
este mundo.
5
He perdido
fotografías, pañuelos, abanicos, dados, dedales, billeteras con o sin
contenido; también, por supuesto libros, pero éstos son siempre objetos de
paso, que están hechos para derivar de mano en mano. Lo que en realidad ocurre
es que estos nunca han sido objetos, sino ánimas enmascaradas: nos eligen por
un tiempo, como los animales que se dejan llamar mascotas, y los amores. Nunca
han sido nuestros, porque se pertenecen a sí mismos. Si lo pensamos bien, todos
los objetos que pasan por nuestras vidas entran en alguna de las categorías
antes enunciadas. Toda pertenencia es ilusoria.
6
Los objetos
perdidos nunca desaparecen del todo. Dejan tras de sí una estela de palabras
para inducirnos a indagar su ausencia. Pero las palabras son aún más
insidiosas, más inestables. Sé que ya he perdido muchas, y lo que no me deja
dormir es el temor de perderlas todas, porque todavía no he aprendido a nadar
en el silencio. Las Arañas, en cambio, tejen aún con los ojos cerrados.
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