Fin de semana
LITERALES
Artilugios
1 El
hombre, veinte años después, regresa al bar donde había sido testigo
del sangriento duelo. Como citados por un destino inmisericorde, también
se encuentran en el bar los hijos de aquellos seres cuyas vidas se
deslizaron por el acero de los cuchillos de aquella noche en el páramo,
tan fría como funesta. La terrible historia está a punto de repetirse.
Frente a frente los jóvenes, empuñando la muerte brillante, larga. El
testigo se niega a presenciar otra vez la desgracia, se arroja entre
los duelistas y los increpa buscando cambiar el destino. Y parte al no
lugar, satisfecho, sabiendo que ha roto la inercia, sintiendo el ardor
lacerante de los aceros filosos en sus vísceras, sabiendo que los
jóvenes que huyen tiene ahora la oportunidad de morir de otro modo, si
el destino que sus padres les trenzaron encuentra a otro insensato que
se interponga con la inercia de sus destinos.
2 El
espejo, cansado de años y años de reproducir la sala, los mismos muebles
labrados, las mismas alfombras con personajes míticos, las mismas
pinturas de cuerpos desnudos, los mismos libros clásicos en los
anaqueles, decide repetir otra realidad; y esa otra realidad es imitada
por la sala, los muebles opacan sus colores, las alfombras se
deshilachan, las pinturas son manchadas por el polvo, los libros en
los anaqueles dejan de ser clásicos y se hacen libros comunes.
3 ¿Cuántos poetas vale un futbolista, cuántos narradores vale un político, cuántos ensayistas vale un empresario exitoso? 4 Hay
quienes son personas, hay quienes son personajes. Desde luego hay
quienes en determinado momento se transforman en personajes, y quienes
siendo personajes hacen un esfuerzo en ser personas (hay quienes
viajan y en otro país se transforman en personajes, o pueden ser
personas). Pero en nuestra mente todos somos personajes, allí
escribimos una vida llena de emociones, donde somos el centro, el
único protagonista de la novela.
5 En
la Bienal de Literatura, en la mañana, luego de las lecturas de las
tres ponencias de los tres escritores del panel, se abrió el derecho
de palabra. El público de inmediato apuntó su artillería contra uno de
los escritores (conocido por sus apologías desvergonzadas a ciertas
personalidades desvergonzadas). Ante el asombro en los rostros de los
compañeros de mesa (invitados extranjeros), el escritor trata de
defenderse hasta el cansancio, hasta caer en una aparente depresión
anímica (justo cuando lo atacan por las flaquezas del lenguaje de sus
apologías desvergonzadas), y tal como había hecho en otra ocasión,
donde también lo agredieron, pidió un revólver para matarse (la primera
vez nadie tenía un revolver, o nadie quiso prestarlo). En esta ocasión
alguien del público se levantó y le llevó una pistola. El escritor de
apologías desvergonzadas la tomó, la sopesó, la llevó a la sien
derecha creando un agudo silencio de desconsideración, pero pronto se
negó a disparar, bajó el arma. Exigió un revolver, quería morir de una
bala de revolver, la pistola era gringa, el revólver latino, la pistola
era femenina, el revólver masculino, alegó. En medio de las
exclamaciones, alguien del público le pidió el revólver al vigilante
privado que estaba en la puerta del salón, colgado, aferrado (por la
tensión) de las charreteras del uniforme. Pero el vigilante privado, más
por reflejo que por decisión, se negó a prestarlo, y cuando el público
comenzó a pedir el revolver con cantos al unísono escapó despavorido
por el pasillo. La atención nuevamente se centró en el escritor de
apologías desvergonzadas, en la cara de estupefacción, de desconcierto,
de los escritores extranjeros que lo acompañan como los dos ladrones
en medio una calma de avispero recién quemado, calma que se rompe
cuando otro hombre del público se acercó a la mesa y colocó sobre el
mantel blanco un objeto pesado (quebrando un vaso que derramó un
liquido marrón), objeto pesado que el hombre había ido a buscar al
carro, objeto metálico gris oscuro con madera que el público satisfecho
identificó como una escopeta recortada, doblada, abierta, a cuyo lado
habían dejado dos cartuchos rojos (con perdigones) y base color cobre.
El escritor de apologías desvergonzadas hizo amago de tomar el arma,
pero se levantó indignado para marcharse, exigiendo a gritos que la
próximas vez alguien traiga un revólver, no una escopeta, un revolver
de hombre, ¡carajo! Pedro Rangel Mora (Mérida, 1956).
Narrador. Ha publicado: Coro de gan- sos (1984), El orden de los factores (1993), La yegua de la noche (1995), Autobiografías (1999), El enemigo (2004), Jazz (2005), Equis (2006), El mensajero (2007), Tres novelas (2007), Muerte en la víspera (2008), Del reino del demonio (minificción, 2011), El amigo imaginario (2012).
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