Menos de 24 horas era el plazo para
levantarme a Molly en este Dublín de los mil demonios. El barco zarparía sin
apelación al amanecer. El Capitán, un mallorquín herrumbroso y cascarrabias, lo
gritó: si se van de correrías, recojo cabos y me largo. Sólo ahora, pasada la
medianoche, topaba con ella. Según dijo, Leopold, su marido, estuvo todo el día
deambulando y llegó a casa a las dos de la madrugada junto a un tal Stephen. Sé
que al final Molly va a decir sí yo quiero Sí, como aquella vez en Gibraltar
con la rosa colorada en los cabellos al modo de las muchachas andaluzas, donde
después me pidió con los ojos que se lo preguntara de nuevo y mi corazón
golpeaba arrebatado. Trato de abrazarla, de besarla y sentir otra vez sus senos
todo perfume. La llamo Flor de la
Montaña, mi Flor de la Montaña. Ella me
rechaza, lanzándose a una perorata interminable. Sin hacer pausa en su
pensamiento sin poner un punto ni una coma me sugiere que tenga calma que le
permita desahogarse nunca ha contado con cincuenta páginas para ella sola y no
quiere quedar mal cuando termine con el monólogo interior entonces
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