Pasos de Isabel Moreno García
Dejamos atrás la superficie de los cactus; muchos se erguían espinosos,
pero algunos se presentaban coronados con flores bajo el límpido ámbar de esa
tarde de otoño. Errar por el jardín botánico, situado en el centro del barrio
antiguo, era deslizarse sin brújula por el límite atemporal del ensueño. Los
gatos nos vigilaban cuando desembocamos en el invernadero de hierro y cristal,
que se alzaba como el extravío de una época aún encantada por derroteros
sagrados. Al entrar, sentimos la humedad del aire que se abatía sobre las
plantas tropicales, tan diversas en su frondosa umbría. Estábamos solos en el
recinto poblado por una concentrada vegetación que asimismo proliferaba
caldeando el ambiente. Pudiera ser que nuestras palabras acuciasen al propio
idioma, y por eso retrocedimos más de cien años para llegar sin sospechas hasta
el ámbito en que todavía no se interpretaba el significado del amor. Así, en
medio de aquella fragancia indefinible, quedamos exentos de ser contemporáneos.
Ese juego fue un trance de alegría que quebró la sucesión convencional que
acaba ordenando los días.
REGALO
Aquel sábado por la mañana se cepillaba el cabello frente al espejo.
Los visillos estaban abiertos y vio cómo caían los copos de nieve, espesos y
livianos a un tiempo; parecía que flotaban diseminados antes de descender con
una lentitud muy pura. De seguir así, cuajarían en la acera. Sintió que su
respiración se avenía al ritmo suave con que se precipitaban aquellos grumos de
agua helada. Le hubiese gustado recogerlos en un cuenco y extenderlos sobre la
piel del rostro para asimilar ese esplendor tan blanco. Se trataba sin duda de
una creencia infantil que la había acompañado toda la vida. Al contemplar su
imagen, advirtió en ella una mirada plácida y el color castaño de su pelo.
Cerró los ojos para apropiarse de aquel momento. Entonces, el sonido del timbre
la sobresaltó. Se colocó una chaqueta sobre los hombros y se dirigió deprisa a
abrir la puerta. Era un mensajero joven que le entregó un pequeño paquete.
Comprobó el remite y al tacto se dio cuenta de que contenía un libro. El mejor
regalo. Leería durante todo la jornada vaticinando que sería un día afortunado.
LO INESPERADO
Sin cita previa solían encontrarse en el mismo banco de la alameda. La
hora cambiaba según las estaciones, pues agotaban el fresco del atardecer o
buscaban el calor del sol cuando arreciaba el frío. Podían hablar o guardar
silencio, pero se habían acostumbrado a re-unirse en aquel paseo cercado a las
afueras del pueblo. Dos personas solas que empezaron a conocerse en la vejez.
No les asediaba la mala salud y dedicaban parte de su tiempo a los libros.
Ella, entusiasta y arriesgada, acababa de anotar algunos pensamientos
inspirados en la lectura de Fedra de Racine. Era la primera vez que
realizaba un ejercicio de escritura. Temía la reacción de él, que poseía una
actitud más taciturna. Pero esa tarde sacó los dos folios del bolso y se los
leyó. Al terminar, lo observó. Descubrió una mirada dura acompasada con un
ademán de la mano que parecía querer sacudirse sus palabras. Luego,
impertérrito, se parapetó en un indiferente mutismo. Quedó consternada, como si
le hubiesen infligido una profunda herida. ¿Qué había sucedido? Se levantó
temblorosa y se marchó reteniendo aún las lágrimas.
LA NOCHE
En el centro de la mesa permanecían los candelabros. Cada uno poseía
tres brazos sinuosos que confluían en un pie esbelto de base curva, pero
irregular. Brillaban sus superficies niqueladas bajo el sucinto fuego de las
velas. Sólo utilizamos ese fulgor de llama. Nuestros rostros, al desplazarse,
oscilaban con viveza por estados diversos de claroscuro. Por eso nos parecía
que el fluctuante juego de luz y sombra modulaba con más nitidez el timbre de
nuestras voces. Sobre el mantel aún quedaban esparcidas las manzanas. Aspiramos
su dulce aroma del que emanaba un rastro de acidez muy fresca. Podría haberse
detenido el tiempo y quisimos escribir en un cuaderno palabras nuevas y remotas
que se intrincasen como una malla. Mientras los vocablos proliferaban bajo las
candelas como espíritus tutelares, se iba excediendo la noche. No había prisa.
En la calle era esa hora de silencio en la que siempre se oye el ladrido de un
perro a lo lejos. Cuando nos tendimos entre las sábanas blancas, silbaban las
rachas de viento tras el vidrio de las ventanas
Isabel Moreno García. Pasos. Madrid: Plaza y Valdés Editores, 2013.
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