Microficciones de Laura Nicastro


MINOTAURO
A veces, cuando en la penumbra de algún atardecer la luna del espejo me asalta a traición, distingo el brillo de la locura en su reflejo azogado. Inclino sus aletas laterales hasta que rozan mi cabeza. La imagen se multiplica en infinitos túneles verdosos.
Acomodo la más aguda piedra que imaginar pueda entre los pliegues de mi túnica blanca. Mi corazón es un ave frenética de miedo.
Oigo sus cascos que se acercan desde el final del túnel. Ya veo su testa bicorne, su belfo, me huele.
Tiemblo.
El Minotauro se excita. Trota.
Lo espero sin moverme.
Apunto a su frente, sin respirar, para no errar el blanco.
Voy a lanzar la piedra.
Vacilo.
Silencio.
Abro las aletas del espejo y el brillo temido desaparece, se pierde en los túneles.
Una ojeada plana descubre el límite del delirio.
Temo que algún atardecer olvide cómo se abren las aletas del espejo y quedemos, el Minotauro y yo, del mismo lado.

ZORRO ZORRO
Había un zorro al que le gustaba merodear por las huertas a la hora de la siesta. Una tarde encontró una vid cuyas uvas estaban en sazón. Se paró sobre las patas traseras y se estiró al máximo para alcanzarlas, pero estaban muy altas Intentó un salto, y después otro, y otro más. Fue en vano, no llegaba.
La vid, compadecida del zorro y en medio del crujido de la madera y de la resistencia de los zarcillos que permanecían adheridos al espaldar que la sustentaba, dobló su tronco. Perdió unas cuantas hojas y racimos pequeños, pero el zorro pudo saciar largamente su sed.
Cuando por fin terminó, mientras se relamía el hocico, dijo:
- ¡Qué lástima! Creí que serían más dulces.

GASTRONOMÍA
- Quiero un bife que esté bien a punto –solicitó el gourmet a la mesera.
El chef salió de la cocina, puso el plato con el bife frente al comensal, levantó la escopeta, apuntó y le pegó un tiro.

UN TROPEZÓN EN LA VIDA
Don Tomás levantó la vista y tropezó. Él, ya tan poco afecto a admirar al género femenino, quedó impactado. La muchacha avanzaba hacia él envuelta en un vestido de gasa floreada que la transformaba en flor. Su andar, su figura, le resucitaron una emoción olvidada hacía mucho.
Decidió esperar a que ella pasara para comenzar una conversación. Pero ¿cómo? Quizás después podrían volver a encontrarse, salir (la esperaría en la puerta de calle con un ramo de rosas), tal vez una cena (imprescindible con velas, un ventanal frente al río), presentarla a su círculo familiar. Necesitaría un período de adaptación generacional a todos ellos, claro. Y casarse (pensó), optar entre una fiesta íntima o no, ¿dónde sería la luna de miel?. Tendrían hijos (tres varones y una mujer, sí, eso), él debería comprar una casa nueva (jardín sí, nada de perros ni de gatos, no señor), habría rutinas escolares, fiestas infantiles (le convenía reservarse un rincón inaccesible en la nueva casa), carreras profesionales (podría tramitar becas), nietos...
Ella estaba a medio metro y él no sabía cómo encararla. De pronto, quitándose el sombrero, atinó a preguntarle:
- Señorita, ¿usted juega a la quiniela?

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* Foto: Minotauro fuera de su laberinto. Fabián Risso

3 comentarios:

Librería de Mujeres Canarias | 29 de julio de 2009, 6:27

Maravillosos. Sincerísimas felicidades a la autora y gratitud a ustedes que los hacen visible.
Un saludo,
Izaskun

laura nicastro | 29 de julio de 2009, 11:39

Gracias, Izaskun. Totalmente de acuerdo, esto es posible por el equipo que administra Ficción Mínima.

ariel | 10 de noviembre de 2010, 18:46

Hoy,10 de noviembre de 2010 (creo, quizás sea el 15 de Septentrión o el 25 de Acquárides) recurrí a este blog a partir de un incitante correo de nuestra Musa-Adalid Sandra Bianchi y me encuentro, quizás me reencuentro, con estas genialidades de Laura. No, Laura, ni-castro ni exagero si digo que me quedé patitieso. Para colmo, ay, me sentí tan identificado con el excesivamente fantasioso y demasiado enamoradizo Don Tomás... El abrazo ademirado de Jorge Ariel, o bien: el abrazo del admirado Jorge Ariel

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